Única mirando al mar
...Celso
Coropa recogió en la palma
de
su mano un rayo de sol y suspiró:
-¡Hay
veces que no me gusta la vida!...
Frente
a él, había como una tortura
de
raíces y bejucos.
-...Y
hay veces que sí, añadió.
Entre
la tortura de raíces y bejucos había una flor.
Carlos Salazar Herrera.
De Cuentos de Angustias y Paisajes,
La Montaña.
Más
por la vieja costumbre que por cualquier principio ordenador del mundo, el sol
comenzó a salir agarrado del filo de la colina, como en un último esfuerzo de
montañista pendiendo sobre el abismo de la noche anterior.
El
bostezo imperceptible de las moscas y el estirón de alas de la flota de
zopilotes, no significaron novedad alguna para los buzos de la madrugada. Entre
la llovizna persistente y los vapores de aquel mar sin devenir, los últimos
camiones, ahora vacíos, se alejaban para comenzar otro día de recolección. Los
buzos habían extraído varios cargamentos importantes de las profundidades de su
mar muerto y antes de que los del turno del día llegaran a sumar sus brazadas,
se apuraban a seleccionar sus presas para la venta en las distintas recicladoras
de latas, botellas y papel, o en las fundidoras de metales más pesados.
Los
buzos diurnos comenzaban a desperezarse, a abrir las puertas de sus tugurios
edificados en los precarios de las playas reventadas del mar de los peces de
aluminio reciclable. Los que vivían más lejos, se preparaban para subir la
cuesta de arcilla fosilizada que contenía desde hacía ya veinte años el
paradero de la mala conciencia; de la ciudad.
Como
fue al principio, y lo sería hasta el apocalíptico instante de su cierre, a eso
de las seis de la mañana, los lepidópteros gigantes esperaban a sus operarios
para comenzar a amontonar las ochocientas toneladas de basura que la ciudad
desecha diariamente; como fue al principio, los operarios de los tractores se
calentaban primero con un café con leche que servían de una botella de cocacola
envuelta en una bolsa de cartón; después, a bordo de sus máquinas, emprendían
la subida.
Salvo
el descanso del almuerzo y el del café de la tarde, todo el día removían y
amontonaban basura, como una marea artificial, de oeste a este, de adelante
hacia atrás, con la vista fija en las palas, mientras las poderosas orugas
vencían los espolones de plástico de las nuevas cargas que depositaban los
camiones recolectores; de adelante hacia atrás, todo el día, como herederos del
castigo de Sísifo sin haber ofendido a los dioses con ninguna astucia
particular.
A las
ocho de la mañana el sol ya alumbraba precariamente la podredumbre de algún
octubre ahogado entre los nueve meses de lluvia anuales de la Suiza
Centroamericana.
El
Bacán, con sus cuatro o cinco años, esperaba sentado sobre los restos mortales
de una cocina, encallados ahí desde hacía tanto tiempo que ya era casi
inimaginable el basurero de Río Azul .sin ellos. No muy lejos, los buzos
trabajaban con el único horario posible en ese lugar: el flujo y reflujo de los
camiones recolectores.
Mujeres
de edades indescifrables a menudo, hombres y niños sin edad alguna rumiaban lo
que la ciudad había dado ya por inservible, en busca de lo que el azar también
hubiera tirado al basurero.
El
Bacán esperaba aperezado en su cocina usual vigilando de cuando en cuando a una
de las mujeres, tratando de distinguirla entre las demás compañeras de buceo;
cada vez que se percataba, espantaba las moscas de su cara y sus brazos,
mientras jugaba con un juguete hallado ahí mismo no hacía mucho tiempo, su
juguete nuevo.
Algo
brilló un instante entre lo negro de la basura e hizo que el niño dejara su
lugar privilegiado y se internara un poco entre los desechos. El niño perdió de
vista el resplandor, por lo que tuvo que devolverse caminando hacia atrás hasta
encontrarlo nuevamente. En ese juego estuvo largo rato, hasta que logró seguir
el brillo fugaz que lo llevó hasta un objeto medio enterrado en la basura. Lo
tomó por donde pudo y tiró de él. Algo casi redondo salió de entre la basura y
se fue pareciendo a una manzana conforme El Bacán lo frotaba contra su
camiseta. Era una manzana dorada, con una inscripción: "Paaaa-rr-ra Illa
mmmmás belllllla", "Para la más bella" leyó el niño
comprendiendo a duras penas la frase.
La
escondió bajo su ropa y regresó a su lugar. Pasó un par de horas repitiéndose
la frase en voz alta sin que la belleza como concepto acabara de cuajar en su
mente. Aquella frase no tenía ningún sentido posible más allá de unas cuantas
palabras de las que usaba sueltas en su lenguaje cotidiano.
El
niño se puso de pie guardando el equilibrio sobre sus piernas flacas, se afirmó
lo mejor que pudo y lanzó la manzana hacia la basura de donde había salido.
Como aspirada en un bostezo de la tierra, la manzana se hundió con su vocación
frustrada.
La
mujer que el niño esperaba, vio de lejos la escena y dejó su búsqueda para
correr hacia el lugar donde creía haber visto caer el objeto dorado; pero ni su
mejor esfuerzo, ni su vasta experiencia en el buceo de profundidad sirvieron
para recuperar la cosa. Volvió la cara hacia el niño y lo miró con las cejas y
los labios arqueados, como si aquel hecho intrascendente hubiera tensado en su
rostro el arco de su desesperanza. El Bacán correspondió el gesto añadiéndole
un subir y bajar de hombros que terminó de aclarar a la mujer que ni tirando al
tiempo hacia atrás de los cabellos de la nuca podría saber de qué se trataba
aquello que el niño había menospreciado sin criterio.
El
niño, de inteligencia precoz, y Única Oconitrillo, maestra agregada, pensionada
a la fuerza a sus cuarenta y pico de años, por esa costumbre que
tiene la gente de botar lo que aún podría servir largo tiempo, formaban un
binomio indisoluble. Ella lo adoptó y él a ella. Ella le enseñó a hablar, y él
le imprimió un sentido a su vida.
A
alturas de sus presumibles cuatro años ya Única le había enseñado a leer, y no
le permitió bucear hasta casi sus diez años, cuando se percató de que, hacía
tiempo ya, El Bacán buceaba a sus espaldas en busca exclusivamente de cualquier
cosa qué leer, de octubre en octubre, o de nada en nada, entre las coordenadas
de un tiempo, que de puro estar tirado ahí, también se venía pudriendo en vida,
pasando vertiginosamente despacio, o lentamente apresurado, como abstrayendo a
sus usuarios de la milenaria tradición de sentir que se le va a uno la vida
entre las fauces de lo irremediable.
La
luz del mediodía se filtró en las pestañas escasas de un viejo, y una figura
difícil de determinar le dirigía palabras que no comprendía. El viejo se
atrevió a abrir más sus ojos para dar cabida a la figura que se agitaba
enfrente. Un pedazo de cartón le abanicaba precariamente la cara; unido al
cartón, la mano que lo agitaba parecía sostener a la vez al cartón y a la mujer
apenas un poco menos vieja que él, empeñada en hacerle sombra y librarlo de las
moscas que ya se lo disputaban en medio de su alegato ininterrumpible de zumbidos.
-Mucho gusto, Única Oconitrillo para servirle.
El
hombre se incorporó y miró a la mujer. Él tenía esa cara de asombro de quien se
ha dado por muerto y de pronto, sin previo aviso, se despierta para comprobar
que aún no le había sido dado el beneficio de la muerte.
-Llevo
por lo menos dos horas aquí sentada cuidando que no se lo almuercen las moscas
ni los zopilotes, señor.
Al
hombre aún se le hacía difícil entender las palabras; estaba quemado por el sol
y confundía los humores fétidos del basurero con un ruido dentro de su cabeza.
Única Oconitrillo le ayudó a levantarse y lo condujo hasta su tugurio, donde le
ayudó también a despojarse de un poco de ropa de más que andaba encima y a
bajarse poco a poco la fiebre para que sobreviviera en aquel Más Allá donde la
muerte, por lo general prematura, acumula todo lo que la ciudad desecha.
Varias
horas después, el hombre se sentía físicamente mejor. Única lo había cuidado
casi todo el día, descuidando así sus labores de biorrecicladora; pero el
hombre aún no hablaba, y no habló en los dos días siguientes, en los que se
limitó a sentarse a la puerta del tugurio a contemplar los movimientos del
basurero.
Al
tercer día Única se desesperó:
-O me
dice usted por lo menos cómo se llama, o yo no me hago más cargo de usted...
Logró
atraer la mirada del hombre y no pudo evitar un sobrecogimiento al verlo a los
ojos.
El
hombre recordó su nombre y lo retuvo en su mente sólo un momento. Ese nombre
ahora era el nombre de otro; sobre él había perdido ese nombre todas sus
funciones clasificatorias capaces de distinguirlo de los demás costarricenses.
Su número de cédula también bailó una danza de payasos con el número de su
calle y el color de su casa, antes de hundirse para siempre en el basurero de
su nostalgia.
El
hombre ya no tenía nombre y la mujer le estaba exigiendo uno.
A
cambio de tantas atenciones brindadas por la mujer buzo, el viejo trabajó
duramente unos momentos en la fabricación de un nombre nuevo que se ajustara a
lo que estaba comenzando a ser. De lo más oscuro de su mente y en analogía
evidente con el basurero, el hombre elaboró un nombre extraño y grotesco para
alguien que en otro tiempo se había reconocido en su rúbrica, y en sus apellidos
había reconocido por lo menos durante sesenta y seis años su ascendencia
familiar, pero que a Única Oconitrillo, por el contrario, no pareció irritar en
lo más mínimo. El viejo se incorporó, respiró el onmipresente aliento fétido
del basurero y dijo:
-Señora,
me puede usted llamar Momboñombo Moñagallo, y si
le intriga saber qué diablos estaba haciendo yo ahí tirado el jueves pasado,
también se lo voy a decir. Señora, yo estaba ahí tirado entre la basura porque
el jueves pasado, a eso de las siete de la mañana, a la hora que pasa el camión
recolector, tomé la determinación de botarme a la basura. Me levanté de
madrugada, acomodé todo en su lugar, ojeé por última vez las viejas fotografías
de mi familia, le abrí la puerta de la jaula al canario, cerré mi casa, y
¡listo!, me boté al basurero. Me monté por mis propios pies al camión de la
basura, y debía estar ya tan resuelto a ello que los señores recolectores ni me
sintieron extraño; me trajeron hasta aquí y supongo que la hediondez del sitio
sumada a mi estómago en ayunas dieron conmigo en el estado lamentable del que
usted tan gentilmente me recogió.
Única
Oconitrillo lo miraba largamente con un gesto bobalicón, sosteniéndose la mitad
de la cara en la palma de la mano y al rato un '¡adió!' se le salió solo de la
boca. Única comenzó a hablar sola:
-¡Eso
es lo que yo siempre he dicho, siempre; vea, por ejemplo, este hombre está
bueno bueno, ¡ah!, pero no, el desperdicio es tal que se tira a la basura
cuando todavía se le puede sacar el jugo un buen rato más!...
Y
siguió moliendo palabras entre sus dientes postizos hasta que Momboñombo
Moñagallo la interrumpió para preguntarle si tendría por ahí una taza de café
que le pudiera ofrecer.
Única
le contestó lo que contestaba siempre:
-Sí
hay, pero está sin hacer.
El
Bacán había seguido de cerca la recuperación del hombre; realmente se alegró
cuando supo su nombre y que hablaba; se alegró sobre todo porque el Oso Carmuco
ya venía con los Santos Óleos a la casa dé Única.
Momboñombo
Moñagallo vio en la entrada del tugurio a un hombre vestido de sotana púrpura,
con la Biblia bajo el brazo y unos frasquitos de vidrio en la mano. Única lo
tranquilizó; despidió al Oso Carmuco y le explicó a su huésped de quién se
trataba. El Oso Carmuco era un buzo más de los de abordo, pero un día se
encontró entre los desperdicios una sotana púrpura en más o menos buen estado.
Guardó la prenda en su tugurio hasta el día que se encontró a El Bacán leyendo
una Biblia que también había ido a parar ahí, y lo interpretó como una señal.
Se vistió con la sotana, tomó la Biblia y se ordenó sacerdote.
Ahora
Momboñombo era el del gesto bobalicón en su cara. Vio cómo se alejaba el Oso
Carmuco hacia el mar de las gaviotas negras y pensó en la ironía de que hasta
Dios botara en aquel sitio lo que ya no le servía.
-Este
es El Bacán, mi chiquito, le dijo Única. Momboñombo miró al joven y le calculó
alrededor de veinte años. Era alto, flaco, de tez blanca ennegrecida por el sol
y los vapores del basurero, de ojos verde oscuro, barba negra y una mirada a la
vez dulce y preocupante en su gesto. El Bacán no era hijo de Única, ella lo
había recogido, o más bien, se lo había encontrado ahí en el basurero hacía
dieciocho años.
-Yo
estaba sentada almorzándome una pizza fresquita que llegó en el camión de las
once...
Única
guardó la pizza en la bolsa del delantal que era parte de su indumentaria y
corrió hacia el niño. Andaba solo y con tal aspecto de tranquilidad que Única
no pudo creer que nadie lo estuviera cuidando. Lo tomó en brazos y le preguntó
su nombre... el niño no hablaba aún pero le respondió "Bacán, Bacán";
y cuando le preguntó su edad, él le mostró dos deditos de su mano; desde
entonces fue el hijo de Única, su hijo único, el niño que nadie supo cómo llegó
al basurero y al que nadie reclamó nunca.
Momboñombo
Moñagallo vio que el niño se había convertido inmediatamente en el sentido de
la vida de Única Oconitrillo, aquella mujer que fue maestra agregada, es decir,
de las que ejercieron sin título y que después de jubilada, la vida la llevó
poco a poco al gran botadero de basura de la ciudad de San José, ubicado al sur
en un barrio que, como ironía del destino, llevaba por nombre Río Azul.
Si
alguna vez hubo un río en ese lugar y si fue azul, de ello sólo quedaba el mar
muerto de mareas provocadas por los dos tractores que acomodaban de sol a sol
las ochocientas toneladas diarias de basura que desecha la ciudad.
Desde
lejos, no tan lejos, se veía la colina que contenía, en sus entrañas
desgarradas a cielo abierto, el basurero. Al pie de la colina de tierra
arcillosa, el acceso al basurero estaba restringido por una malla metálica que
lo separaba de las vecindades rioazuleñas. La escuela del pueblo colindaba
también con la malla, que no la protegía del hedor fétido del botadero, el cual
era la atmósfera pegajosa que respiraba el pueblo entero y que respiraría para
siempre aún después de clausurado el basurero, porque la sopa de los caldos
añejos de toneladas de basura aplastando a toneladas de basura venía
derramándose por el subsuelo desde el día de su inauguración, igual que una
marea negra desbordada entre las grietas del cuerpo ulcerado de la tierra.
Hacia
la noche, algunos buzos se recogían en el ranchito de Única a comer. Cada uno
aportaba algo según su costumbre y Única lo administraba maternalmente.
Momboñombo
aún tenía dificultades para comer, pero la convicción de ser ahora uno de ellos
lo disciplinó poco a poco a no vomitar después de cada bocado.
Única
se lo había presentado a la comunidad de los buzos, en un acto celebrado en
medio de una gran indiferencia. Algunos lo saludaban desde entonces sin alzar
la mirada, más preocupados por sus raciones que por el recién llegado. Unos
buzos preferían comer con la mano, los demás comían con cubiertos que Única les
repartía al inicio de la cena y recogía al final.
-Aquí
llega de todo, don Momboñombo. Yo sola he ido recogiendo las cucharas, los
tenedores, los cuchillos, los platos, todo, todo.
El
Bacán interrumpió a Única con uno de sus acostumbradísimos discursos:
-La
mesa se pone cuando se pone el sol y nosotros ponemos en la mesa lo que la
gente despone de sus casas. ¿Verdad que se dice así, don Momboñombo?, porque yo
he leído que se dice deponer, pero yo creo que está mal, que se debe decir
desponer. Uno pone algo, y lo despone cuando lo quita, entonces lo que traen
los camiones aquí al basurero es lo que la gente despone de sus casas; pero si
se dice depone, entonces sí se puede decir que nosotros ponemos en la mesa lo
que la gente depone en sus casas...
Momboñombo
Moñagallo escuchaba al niño en silencio, sólo asintiendo con un gesto. Eso era
lo que hasta entonces le había parecido extraño en él. El Bacán era aniñado,
todo en él lo hacía parecer un niño, sus zapatos de goma, uno anaranjado en un
pie y otro azul en el otro, los movimientos de sus manos, su mirada tierna...
¡El Bacán era un niño!
Única
le había enseñado a leer aprovechando su precocidad; a sus cuatro años ya leía
y se le desató una pasión por la lectura que muy pronto se volvió
incontrolable. El único problema fue que pronto Única no pudo explicarle el
significado de los cientos de palabras que aprendía leyendo todo lo que cayera
en sus manos, desde los periódicos que la gente desecha apenas las noticias han
alcanzado el nivel de putrefacción de sus editoriales, hasta las revistas porno
pasadas de moda, los manuales de los electrodomésticos, los libros viejos, en
fin, todo lo legible que cayera al basurero. El léxico de El Bacán estaba lleno
de palabras tan incomprensibles para los buzos como para él mismo, aunque él
hiciera un manejo tal de ellas que parecía comprenderlas hasta sus
profundidades etimológicas; en realidad, no tenía ni la más remota idea de lo
que significaban, pero eso no lo sabían los buzos, quienes lo tenían por algo
así como un raro iluminado al que escuchaban con toda la poca atención a su
haber.
Única
había guardado siempre el secreto; ella supo desde el principio que su niño
algo tenía que no lo dejaba madurar pero eso, lejos de desvelarla, parecía
agradarle. Después de todo no era ningún problema para ella tener siempre a su
lado a un niño de cinco o seis años, con breves atisbos de adolescente que se
manifestaban de vez en cuando.
Después
de la comida los buzos se retiraban a sus tugurios. Las noches del basurero,
las que no eran abruptamente interrumpidas por la llegada de camiones
recolectores en las temporadas altas de la basura, eran noches silenciosas y
oscuras. Del límite del basurero hacia atrás quedaba la vegetación
sobreviviente de la colina, donde se albergaban todos los insectos del mundo a
chillar para darle al sueño de los buzos la tranquilidad de que algo vivo quedaba
aún en aquel sitio.
Momboñombo
Moñagallo, después de tres semanas de vivir en el botadero, aún tenía serias
dificultades para dormir. El asma inseparable de los buzos lo había afectado.
Los tres dormían en dos camas improvisadas donde Única Oconitrillo a veces
parecía reventarse de la tos y El Bacán murmuraba enredos prelingüísticos de
bebé. Él optó por dormir sentado para poder respirar, porque lo que jamás haría
una tregua era aquel! olor que despedía la indigestión eterna de la tierra
atragantada de basura.
Momboñombo
Moñagallo era nuevo en medio de todo aquello, por eso aún podía sentir el olor,
pero sentía también cómo minuto tras minuto, el aliento caliente de la boca del
basurero le iba quemando sus cualidades olfativas. Cada día era más incapaz de discernir
entre los miles de miles de olores que constituyen el olor de la
descomposición.
Él
estaba dispuesto a superar lo que le quedaba de urbanidad para adaptarse a una
vida que, por lo demás, tampoco había elegido. Su idea de botarse a la basura
no estaba dirigida a convertir su vida en la de un bazo; sólo había sido una
manera aparatosa de suicidarse. Sin embargo, la familiaridad en los cuidados de
Única y la ternura con que El Bacán lo trataba, lo convencían poco a poco de
que, a pesar de todo, aún era posible imprimirle un nuevo sentido a su vida. El
identicidio había resultado mejor que el suicidio.
Había
matado su identidad, se había desecho de su nombre, de la casa donde vivió solo
años de años, de su cédula de identidad, de sus recuerdos, de todo; porque el
día que se botó a la basura fue el último día que sus prestaciones le
permitieron simular una vida de ciudadano.
No
cultivó ninguna profesión y no aprendió un oficio.
Siempre
fue guardia de construcciones y un tiempo lo fue en una finca cerca del mar
hasta que, alrededor de sus cuarenta años, consiguió que la Biblioteca General
contratara sus servicios de "Guachimán"... 'El vigilante'.
Desde
entonces pasó sus noches entre los anaqueles del edificio, durmiendo de día y
leyendo de noche para mantenerse despierto. Leyó todas las noches durante
veintiséis años hasta que denunció una vez la práctica de vender libros a seis
colones por tonelada, que la biblioteca estableció en contubernio con la
Despish-Paper, una fábrica privada de papel higiénico.
A Momboñombo
le resultó tan indignante, que amenazó con denunciarlo a los periódicos.
-¡Lo
que faltaba, que el papel donde se imprimieron las aspiraciones de la humanidad
ahora se convierta en papel para escribir con el culo!
Entre
los volúmenes destinados a tan innoble labor se fueron ediciones antiguas,
pérdidas irreparables como registros del Cartago de finales de mil setecientos
y literatura universal, seleccionada para su venta con criterios de cura y de
barbero.
El
vigilante denunció el hecho y perdió su trabajo. No tenía garantías sociales,
por lo tanto no se sintió nunca un costarricense. No lo esperaba una pensión y
las prestaciones sólo le alcanzaron para un par de meses; después envejeció, o
más bien, se dio cuenta de que ya estaba lo suficientemente envejecido como
para comenzar de nuevo.
Sesenta
y seis años no son demasiados para nada, pero sesenta y seis años de
privaciones son suficientes para hacer de un hombre un anciano.
Momboñombo
Moñagallo comenzó a pasar necesidades, comenzó a agotar las arcas, a comer
menos. A la manera de una inundación, el hombre vio cómo una ola se llevaba sus
cosas de toda la vida a las compraventas, y cómo aún así resultaba cada vez más
difícil conservar el ridículo monto de sus prestaciones. Primero vendió el televisor,
después el radio, después las dos o tres pulseras de oro que le dejó su madre.
Los muebles no los vendió porque nadie los habría comprado de puro inservibles
que estaban. A alturas del mes de octubre se declaró en bancarrota; ese mes ya no
pudo pagar el alquiler y don Álvaro, el dueño de la pocilga que había habitado
el viejo por más de diez años, no se lo perdonó.
Antes
de botarse a la basura, durante esos meses de angustia, el exguardia de la
Biblioteca General comenzó a vagar por la ciudad con la lejana esperanza de
encontrar algún trabajo. Para ese entonces ya él había leído tanto que hasta se
le ocurrió presentarse al reclutamiento del ejército de maestros del Ministerio
de Educación, pero apenas dijo que había sido guardia toda su vida, provocó un
ataque de furia entre los empleados, quienes lo tomaron por un analfabeta y lo
echaron a la calle.
-Sí,
yo habré sido guardia de construcciones toda la vida, y guardia de la
biblioteca, pero lo que yo he leído, jovencitos, no lo leerían ustedes así los volvieran a parir cinco veces...
Ese
desmerecimiento lo terminó de derrumbar.
Cuando
llegó a su casa 'el cerdo de don Álvaro' lo estaba esperando en su automóvil
verde oliva sin placas. El dueño comenzó a cobrar su tan merecido dinero, pero
Momboñombo, que aún no sabía que llegaría a llamarse así, simplemente ni lo
alzó a ver. Venía con el periódico bajo el brazo y en la mano una pequeña bolsa
de alpiste para el canario, la última ración.
Octubre
de mil novecientos noventa y dos, año del quinto centenario de la invasión de
América, marcó el cierre de lo que Momboñombo Moñagallo había hecho por su
vida. No planificó botarse a la basura, eso lo decidió más bien después de
agotar todas las posibilidades de supervivencia de este mundo, cuando se dejó convencer
de que ya no servía para nada.
En el
basurero regía otro tiempo. Los horarios estaban determinados por la afluencia
de los camiones recolectores, que igual podían llegar a las seis de la mañana
como a media noche o en la madrugada, de acuerdo con la oferta de basura de las
calles de la cuidad. Pero sustraerse del tiempo aún resultaba difícil para
Momboñombo que estaba acostumbrado a dormir de día y a vigilar de noche, y tuvo
que plantearse seriamente su incorporación a las fuerzas vivas de la comunidad
de los buzos, como mecanismo de supervivencia.
Lo
primero que hizo fue desentrabar sus intestinos, porque no podía comenzar su
cuarta semana en el basurero sin haberse desocupado de lo poco que lograba
comer. Se sentó a darle a su cuerpo la orden de resignarse a cagar de cuclillas
en algún sitio más o menos discreto del basurero; cuando sintió los primeros
atisbos de lo que sería una cagada de antología, se apresuró a buscar nido: con
los pantalones por los tobillos y recostado a un montículo de basura, Momboñombo
Moñagallo sintió un alivio como pocos en su vida, claro, no del todo discreto
ni privado, porque por más que buscó un lugar distante, tantos buzos pasaban
por ahí y lo saludaban con el gesto de aprobación del puño cerrado y el pulgar
levantado, que más bien parecía aquello un comité de apoyo.
El
viejo optó por tomar la cosa a la ligera y terminó su labor en paz saludando
también. Usó un papel higiénico 'reciclado'. De vuelta en casa se ofreció a
salir en busca de agua para preparar el almuerzo, porque, como decía Única,
"sí había, pero estaba sin hacer". Para ese efecto, los buzos de la
comunidad compartían una pichinga con capacidad para varios litros y cada vez
que hacía falta, uno de ellos iba en busca de agua, tarea cada día más difícil
por la poca simpatía de que gozaban los buzos entre las comunidades vecinas,
pero "...A nadie le falta Dios", decía el Oso Carmuco cuanto volvía
triunfante con la pichinga llena, y ese fue el consejo que le dio a Momboñombo
cuando supo que él iría ese día por el precioso líquido.
Tres
semanas de barba, la piel pegajosa y ennegrecida del contacto con la basura, el
cabello impenetrable de polvo, una ausencia absoluta de desodorante y colonia y
cuanto artificio urbano para la negación del cuerpo humano, fueron suficientes
para hacer de la búsqueda de agua un martirio. En los ojos de las personas era
fácil adivinar el aspecto que lucía y la repulsión que provocaba, y no habría
conseguido agua de no haberla tomado arbitrariamente en una estación de
gasolina.
-Única,
la gente lo ve a uno con asco... ¡es horrible!
-Eso
es porque no te has lavado los dientes desde que llegaste...
-¡Pero
es que no me traje el cepillo de dientes!
-Eso
no es excusa, ahí está el cepillo de dientes de las visitas y vos sabés que
podés usarlo...
Ese
día, después de almuerzo, Momboñombo Moñagallo se lavó los dientes por primera
vez desde su llegada al basurero; aunque fuera sólo por la sugestión, se sintió
mejor.
Lavarse
los dientes fue como un demento más en su lento ritual de iniciación a la vida
de los buzos, no por el hecho en sí de lavárselos, porque la mayoría de los
buzos no lo hacía, sino porque con ello daba un importante paso más hacia la
superación de ese acabadísimo producto cultural que es el asco: ese concepto
tan variable entre los pueblos, eso que se va unificando conforme se uniforman
los modelos de urbanidad y que acaba por ser tan exquisito como el más
exquisito de los gustos depurados de un catador de vinos. "El asco es un
lujo", pensaba Momboñombo mientras hurgaba con su lengua en las concavidades
de sus muelas; "porque no es cualquiera el que se da el lujo de sentir
asco, conforme aprieta el hambre afloja el asco. Así como hay pueblos que
saborean algo como un manjar, hay otros que se vomitan por lo mismo, y ahí
vamos, de asco en asco, cada uno se retrata en su manera de mostrar la
repugnancia. No falta quien se contenga en un gesto elegante con un giro del
dorso de la mano sobre la boca y la nariz, así como más bien sobran los que
tuercen los hocicos en una mueca grotesca y los que pasan desapercibida la
fuente de tan diversas muestras de cultura y no es gratuito tampoco que lo que
lo que apesta en una refrigeradora le abra a un buzo el apetito... Por sus
ascos los conoceréis, y clasificarlos no sería difícil porque van desde los que
regurgitan desde temprano hasta los que le tienen asco al género humano..."
Momboñombo fue
abruptamente arrancado de sus meditaciones por un alboroto en medio del basurero.
Jerarquizar es
humano... hasta en pleno basurero regía la ley del más fuerte y algunos subgrupos
se atribuían el derecho a revolcar primero entre la basura recién llegada.
Única pasó para adentro
a El Bacán y le explicó a Momboñombo que se trataba de una riña territorial
entre unos buzos poco amistosos.
-Como si en el infierno
no fuéramos a caber todos...-apuntó Momboñombo.
-El infierno es aquí... y ya ves, no cabemos todos. El infierno es
aquí, Momboñombo, y yo de aquí voy derechito para el cielo... pero no vale la pena
ponerse a pensar en eso. Más bien, yo le doy gracias a Dios de que todavía
tenemos dónde vivir y algo para comer, porque hay gente que ni eso. Lo de las peleas
por ver quién abre primero una bolsa son chispas del oficio, ya ves, a mí nadie
me jode, porque yo trato bien a todo el mundo; yo siempre ando viendo a ver qué
le gusta a cada uno y si me lo encuentro voy y se lo doy, aunque sea algo
valioso y así, poco a poco la gente va entendiendo que no vale la pena vivir
agarrados del moño por cualquier cochinadilla, que es mejor compartir...
Única
hablaba con una convicción absoluta de todas esas políticas de coexistencia
pacífica, pero no ignoraba que su figura maternal le ayudaba no poco a
sobrevivir en medio del basurero del afecto, donde cada uno era de por sí, una
pieza más sin lugar en el mundo. Momboñombo aún prefería quedarse en casa en
labores domésticas antes que ir a bucear; se pasaba las horas tratando de idear
un sistema de ventilación del tugurio, de modo que entrara el viento que venía
del lado contrario al basurero, haciéndolo pasar por una suerte de embudo de
cartones que instaló en el techo en medio de una barrera protectora de cartones
también, cuya función consistía en repeler la ventisca caliente que mezclaba el
hedor fétido de la basura con el humo del combustible de los tractores que
acomodaban los desechos en montículos.
El
Bacán se sentaba a verlo trabajar sin comprender muy bien para qué demonios el
aprendiz de buzo se empeñaba en cambiarle el peinado al tugurio.
En el
techo de la casita había una antena de televisor que no cumplía ninguna
función, pero que Única había puesto ahí para darle un toque de distinción. El
viejo hizo ademán de arrancarla pero El Bacán protestó enérgicamente alegando
que a Única no le iba a gustar no ver ahí la antena a la vuelta del trabajo. La
antena se quedó en su lugar.
"Aún
no logro entender muy bien a esta gente", pensaba Momboñombo Moñagallo,
"entre más marginal es su situación, más se aferran a las costumbres
urbanas. Y es que no puede ser de otra manera, porque lo contrario sería
renunciar del todo a sentirse parte aunque sea remota de la sociedad. Yo lo intenté,
esa fue mi primera intención al botarme a la basura, lo que menos me iba a
imaginar era que existía este mundo de las profundidades aquí... ¡Ay míseros de
nosotros, ay infelices...!, qué sería de todos los miserables si renunciaran al
deseo de parecerse a los dueños de un lugar en el mundo. Yo me quería morir,
eso era todo, pero maricón que es uno, en vez de tirármele a un carro o al
tren, o tomarme un veneno, se me ocurre tirarme a la basura, y claro, los buzos
me encontraron y me convirtieron en esta suerte de ser humano reciclado y hasta
me están reciclando las ganas de vivir con su cariño. Para ellos, y por
increíble que pueda parecerle a la gente que ni se imagina que esto existe y de
pronto se entera, para ellos la vida también puede tener sentido... 'hallarle
la comba al palo', como dice Única. En realidad, lo que pasa es que yo estoy
muy tiernito en esto todavía. Tampoco es culpa mía eso de echar de menos las
comodidades de una casa donde no huela a mierda extraña todo el tiempo, y a una
cama suave aunque de esas que traquean toda la noche, y a agua potable para
bañarse todos los días o lavarse las manos. A veces me cuesta reconocerme en el
espejito que Única tiene colgado en la pared; me asomo y me asombro, tengo el
pelo amelcochado y la piel costrosa y como me cuesta comer, se me están
poniendo amarillentas las partes blancas de los ojos. A veces pienso que qué
pasaría si me enfermara y siento miedo, pero cuando siento miedo me doy cuenta
de que me estoy curando de la enfermedad de las ganas de morirme que tenía.
Aquí uno piensa que falta de todo, pero Única dice que aquí hay de todo; lo que
pasa es que a uno lo acostumbran, lo hacen de cierta manera y después cuesta un
mundo deshacerse de las mañas, a uno lo acostumbran a vivir necesitando cosas
innecesarias, después se las quitan y uno no halla qué hacer.
Cuando
yo vivía allá arriba me daba mis lujitos de vez en cuando, me tomaba mis
traguitos, me compraba ropa nueva, compraba el periódico todos los días, hasta
iba al cine y todo porque ganaba un sueldillo de guarda de la biblioteca. Todo
eso es bonito, no puede uno ser tan hipócrita de decir que a uno no le gusta
ganarse su platita. Yo tenía un canario de esos que no paran de cantar en todo
el día y nos queríamos tanto que se dejaba agarrar y se me paraba en el dedo
meñique... quién sabe qué se hizo el pobre desde aquel día que le abrí la jaula
porque ya no lo podía mantener..."
El
viejo tenía la mirada fija en la lejana cúpula de la iglesia de Desamparados,
la mano un poco en alto con el dedo meñique erguido, como sosteniendo un
canario, y silbaba imitando su canto.
-Ya
debés tener otro dueño, ¿verdad?, otro que te estará alimentando, ¡ojalá!,
porque vos no sabías cómo procurarte el alimento... vos sólo eras un canario
anaranjado como un sol en piyamas y te ganabas la vida cantando y haciéndome
compañía. Pasabas el día entero conmigo hasta que te acostaba a eso de las seis
y media o siete de la tarde. Vos te acostabas a dormir y yo salía para la
Biblioteca General. Aunque yo dormía mucho de día, vos cantabas y le ponías el
fondo musical a mis sueños.
Ahora
debes estar en otro patio, si tuviste suerte... pero es que ¿qué iba a hacer
con vos? Yo mismo no sabía ya qué hacer conmigo, por eso me boté a la basura,
pero a vos no, jamás te iba a traer aquí conmigo, tu canción no es de este
mundo, aquí sólo te marchitarías como todo y no puedo ni pensar que en algún
descuido irías a parar a la panza de una rata... prefiero pensar que alguien te
asiló en su casa y te disfruta.
Pero
no te me vas a ir del todo, porque la memoria de alguna manera también es una
jaula, sólo que sin barrotes, aunque a veces los recuerdos están más atrapados
ahí que si estuvieran en máxima seguridad. Ve, por ejemplo, todavía si cierro
los ojos y me concentro, todavía te puedo oír espero que siempre pueda, aunque
sea de lejos, muy de lejitos, como las voces que uno sigue escuchando siempre
porque son las voces de los que uno quiso, es decir, quiere...
II
A la
cuarta semana de vivir en el botadero de Río Azul, Momboñombo Moñagallo se
integró a las filas de los buzos, pero sólo en brigadas de buceo de superficie,
sin perder de vista la costa porque lo atemorizaba el mito de que el basurero
de cuando en cuando, se tragaba a alguien, como se decía de la Llorona, una
loca, una pobre mujer que hacía varios años había llegado al botadero con su
bebé de meses alzado, y en un intento de buceo de profundidad, directamente
bajo los camiones recolectores, no logró hallar a su hijo en el sitio donde lo
había dejado. Fue cuestión de segundos, nada más lo puso en un claro entre la
basura, fue por una bolsa que prometía y al volver ya el niño no estaba. Nunca
se supo qué pasó. La policía realizó un operativo de búsqueda sin resultado
alguno y luego de dos horas, dio por perdido al niño. Estuvieron a punto de
acusar a la madre de homicidio culposo, pero no fue necesario, ya ella había
asumido sola toda la culpa y su desgarradora locura era algo así como el cuerpo
del delito. Desde entonces se quedó a vivir en el precario, la razón perdida,
siempre llorando y revolcando entre la basura por si acaso aparecía el niño. A
veces buscaba por las noches y su desesperación era peor y su llanto era peor,
como para helarle la sangre a los buzos de la vecindad; entonces Única
Oconitrillo era la única que se levantaba e iba por ella, la tranquilizaba y la
llevaba de vuelta a su casa en la margen del Río Azul.
La historia afectó
mucho al neófito.
-Única, pero ella ya no
llora tan frecuentemente y nunca por la noche...
-Sí, desde el día en que
yo me encontré ese muñeco grande entre la basura. Ella andaba conmigo y cuando
lo vio se me vino encima dando alaridos, por poco se le salían los ojos, me
tiró al suelo y se llevó abrazado al muñeco a su casa. Viera lo que costó
sacarla de ahí. Sólo pudimos sacarla tres días después y eso porque ya estaba
tan débil que no se pudo defender; entre don Conce, un buzo que ya murió, y yo
entramos a la casa y la sacamos. Estaba sentada en el suelo cantando una
cancioncilla y amamantando al muñeco. Después, cuando se dio cuenta de que
nadie se lo iba a quitar, se atrevió a volver al basurero a trabajar, viera lo
que costó convencerla. Y desde entonces ahí anda, como una india, con el muñeco
amarrado a la espalda, con un... ¿cómo es que se llaman...?, un portabebés que
encontró El Bacán por esos días.
Pero Momboñombo
Moñagallo se sorprendía de lo bien que la Llorona interactuaba con los demás
buzos. Ella trabajaba duro como todos, recolectaba sin problema alguno y
discernía perfectamente entre lo aún utilizable y la auténtica basura, esa que
a pesar de todo tampoco es un desperdicio, porque es lo que alimenta a los
zopilotes y a las ratas y a los gatos y a los perros del lugar.
Momboñombo se iba
adaptando poco a poco, poco a poco. Lo primero que rescató fue un catre viejo
que llegó en uno de esos camiones descapotados de los que traen la basura menos
cotizada, la de los barrios bajos. Ahí venía el catre matrimonial, y él que aún
añoraba su cama, no trepidó en peleárselo alegando el derecho entre los buzos
de respeto, de que alguien se gana algo si lo ve primero.
Pero ese maldito ruido
ininterrumpido de los tractores y camiones era lo que más traba le ponía a su
inserción en el mundo de los buzos, el ruido era tan molesto como el vaho
caliente y pestilente que no cesaba nunca, ambos eran tan concretos como las
ganas de cagar, aunque a Única el miedo no le impidiera en absoluto andar
cantando, ni la hediondez le impidiera tampoco recoger cuanta botellita de
perfume encontrara entre la basura. Ella las guardaba aparte y después en casa,
al final de la jornada, vaciaba los sobros de los perfumes en una sola botella
grande también de perfume, e igualmente hallada ahí. A la botella grande iban a
dar los restos mortales de cuanto perfume se podía encontrar en las tiendas de San
José y el extranjero, una vez que sus dueños los consideraban obsoletos.
Perfumes caros, perfumes baratos, perfumes carísimos, perfumes infrabaratos,
perfumes de hombre, de mujer, de niño y hasta uno de perro, que llegó un día.
Ella los revolvía y lograba unas cosechas inmejorables; por la mañana se
perfumaba siempre antes de salir a trabajar; los demás buzos de la comunidad ya
estaban avisados de entregar inmediatamente cualquier aguaflorida que
encontraran.
Momboñombo pensó mucho
tiempo que aquel era un mundo de locura, que nada ni nadie podía estar ya más
abajo que la gente que estaba a ras de los desechos, pero un día que llegó un
borracho a la casa y Única le dio unas monedas, él comprendió que el alcohólico
que amanecía tirado en las aceras de San José, realmente estaba más abajo que
los buzos.
-Ellos ni siquiera
tienen horario, simplemente amanecen donde cayeron y la gente se aparta sólo
para no pasarles por encima, y eso por lo desagradable de la sensación de
pisarles un brazo o una pierna, por lo semejante que tienen con los miembros de
los cadáveres, pero nunca es por el borracho en sí. Lo que es peor, la gente se
indigna realmente cada vez que ve un borracho durmiendo en una acera cualquiera
a cualquier hora.
Yo antes me quejaba del horario de locura
que tenemos aquí, pero no es tan malo, después de todo es algo que pone orden,
y ya ni siquiera me parece de locos eso de que los camiones aparezcan en filas
interminables a cada rato, es más, ya ni siquiera la locura me parece locura,
aquí donde todo se vuelve al revés, donde la gente come basura y se viste con
lo roto. Aquí no es que los locos anden sueltos, sencillamente es que no hay
locos ni cuerdos para compararlos, para decir que están locos. La Llorona
funciona perfectamente, ella cree que el muñeco es el hijo que perdió y con eso
es feliz, el Oso Carmuco cree que es sacerdote y con eso es feliz, Única
Oconitrillo se pelea los desodorantes
que llegan al botadero y hasta tiene una marca preferida; yo no sé de dónde
sacó eso de que ese desodorante la protege las veinticuatro horas del día y no
mancha su ropa, o que tal crema embellece sus manos. Pero a fin de cuentas, qué
importa... ojalá todo fuera tan simple como arreglarse la vida con un muñeco...
El Bacán cree que tiene seis años y yo creo que me llamo Momboñombo Moñagallo.
Sumado
ya a las filas de los buzos, el hombre aprendía con rapidez a discernir entre
las bolsas que valían la pena y las que no; pero como no hay aprendizaje sin
dolor, en más de una ocasión, el ilustre Momboñombo Moñagallo salía maldiciendo
contra cielo y tierra por haber metido la mano en la panza de una bolsa cuyo
único contenido era papel higiénico. Única le enseñó que eso se solucionaba
restregándose las manos con polvo de la tierra medio arcillosa del lugar... la
mierda que quedaba entre las uñas, o se salía sola, o había que sacarla con un
palito.
El
basurero siempre se llenaba desde buen temprano, a veces hasta con más de
doscientos buzos a la espera de los camiones que jalan la basura de los barrios
caros, porque ahí es donde se bota más indiscriminadamente. Los desperdicios de
las grandes fiestas y los de los días corrientes, que son los menos, a menudo
traían sorpresas. De ahí Única había completado su vajilla y El Bacán su
biblioteca, que a esas alturas contaba con cientos de volúmenes inverosímiles,
desde los Cuentos Petersburgueses de Gogol, firmado por un fulano que nunca los
leyó, hasta libros de quiromancia y las revistas dominicales de los periódicos
nacionales; había también un tomo con la segunda parte de El Quijote, que el
niño tenía haciéndole pareja a un libro gordo de cocina y a un diccionario de
términos botánicos del mismo espesor.
Sin
embargo, muchos de los buzos era gente que iba y venía sin decidirse a radicar
en el precario, era gente que buceaba también en las calles de la ciudad, fácil
de reconocer por sus atuendos, su caminar quebradizo, su mirada escrutadora,
capaz de discriminar a golpe de primera vista cosas aún útiles ahí donde la
mayoría de la gente sólo puede ver un montón de basura, y con tacto de
obstetra, especializado a fuerza de reconocer lo reciclable, sin romper las
bolsas, bastanteándoles cuidadosamente el vientre.
Esa
gente estaba familiarizada de algún modo con la del precario, pero no era parte
de la familia. A veces pasaba temporadas por ahí alguno de los tantos amigos
del Oso Carmuco; uno de ellos le explicó a Momboñombo que el sobrenombre del
Oso venía directamente de su nombre, pues se llamaba Carmen y caminaba como un
oso. Ellos solían llegar con periódicos para El Bacán y con pastas de dientes
para Única, que se las agradecía y ni ojeaba los periódicos que comenzaron a
llegar cargados de noticias inquietantes por esos días.
Momboñombo
comentaba con los de abordo que sólo se hablaba del botadero de Río Azul, que
los vecinos de ahí y los de San Antonio de Desamparados le estaban alzando el
pedo al gobierno porque ya no soportaban más la hediondez y que los terrenos de
Río Azul iban a ser anexados a la Zona Protectora del Cerro de La Carpintera,
como primer paso para el cierre. Ahora estaban hablando de hacer un bosque
frondoso donde estaba el basurero, un bosque, nada menos que un bosque, 'con
tanto árbol que seguro ni se podría ver...
-¿Qué
es eso de anexado? -preguntó alguien en la concurrencia, y antes de que
Momboñombo lo explicara, El Bacán tomó la palabra y explicó que:
-Anexar
es lo que Única me enseñó hace tiempo, eso significa hacer que Guanacaste no
sea más de Nicaragua y que sea de Costa Rica y es algo que se hace todos los
años en julio, lo que yo no sabía era que Río Azul no era de Costa Rica, pero
no importa, porque lo importante es que aquí es donde Costa Rica viene a botar
la basura...
-La
verdá es que yo no sé de qué se quejan los vecinos de por aquí-, dijo doña
Lidiette López, la gente clavea mucho por el basurero, pero de aquí sacamos
pa'comer y pa'vivir; casi todo lo que tienen mis hijos, Jefrey y Julita, lo
hemos sacado de aquí.
Pero
las noticias de los diarios de noviembre no hablaban únicamente del descontento
de los vecinos, sino de los bloqueos que hacían como protesta por el descuido
del gobierno. Uno de los bloqueos de las vías de acceso al botadero provocó un
acumulamiento de basura en las calles de la capital que también fue noticia en
los diarios -Montañas de basura-, decían los titulares, acompañados de fotos a
colores de la gente brincándose los montículos de basura, gente tapándose la
nariz con la palma de la mano, harta de tanta inmundicia. Momboñombo le mostró
la foto a Única y a El Bacán; ambos comprendieron por qué había bajado la
afluencia de camiones.
-¡Menos
mal!, yo ya estaba asustada...-, mintió Única. -Ahora yo lo veo claramente.
Antes no, porque antes yo era parte de los que se tapan la nariz, pero ahora
que lo veo desde aquí, me doy cuenta de que ya la gente no sabe qué hacer con
la basura... Única, esto es un síntoma, no sé de qué, 'pero esto es un síntoma.
La gente produce basura, produce desperdicios e inmundicias, y hoy por hoy,
cuando ya le está llegando al cuello, no sabe qué hacer con ella. Siempre ha
habido basura, la basura nace con el hombre...
Única
lo escuchaba más por cortesía que porque comprendiera gran cosa las palabras de
aquel hombre que ella misma había reciclado.
-Lo
que pasa es que ahora a la gente le ha crecido la capacidad de producir
desperdicios. Yo me pongo a ver la cantidad de cosas raras que llegan a este
basurero, ¡Única, por Dios!, no es posible que se boten las cantidades de
basura que bota este país tan pobre... ¡ochocientas toneladas diarias!
Una
tonelada... ¿qué diablos es una tonelada? La gente nunca piensa en lo que eso
significa, tan lo mismo da decir una tonelada como decir cien millones de
pesos, o decir que miles de personas se mueren de hambre en Somalia... eso ya
no significa nada para la gente, no forma parte de la vida diaria. Yo mismo
nunca pensaba en eso cuando me pasaba las noches en blanco leyendo a
Dostoievski, en la Biblioteca General. Si no estás viendo la cosa no la
entendés, si nos vinieran a tirar aquí a todos los negros que se mueren de
hambre en esos países, si nos los pusieran en fila en las calles, como pasó con
la basura durante la huelga, entonces dejarían de ser los negros anónimos con
las panzas hinchadas, pasarían a ser seres humanos y Somalia pasaría a ser algo
así como el botadero de la humanidad, como pasa aquí en Río Azul, donde una
tonelada de basura comienza a ser algo muy concreto cuando llega con toda su
pestilencia y su cortejo de moscas y zopilotes a caernos encima.
Yo me
pongo a ver qué es lo que bota la gente. ¡Única, por Dios!, esas luces que
parecen prismas entre la basura, todo eso que brilla como limadura de sol, como
si fuera un gran tesoro lo que hay ahí, todo eso es puro aluminio, el de-las
latas de cerveza, nacionales y extranjeras, los paquetes de sopa, los paquetes
de cigarros, todo viene en aluminio ahora, y en paquetes en inglés, y todo se
bota en bolsas plásticas que no se pueden deshacer, como explica el periódico,
porque no son de materiales homogéneos, yo no sé qué putas es eso exactamente,
lo que veo es que no se pueden deshacer y punto, porque eso significa que ahí
se van a quedar per sécula seculorum amén.
Momboñombo
había hablado tanto que había atontado a Única y a El Bacán. Ella dormía desde
hacía rato, el niño luchaba por seguir el hilo del monólogo de Moñagallo. De
cuando en cuando se quedaba como hipnotizado repitiendo algunas palabras...
"sécula seculorum amén... sécula seculorum amén...", "prismas,
prismas, prismas". Las repetía para memorizarlas, pero no preguntaba su
significado.
Al día siguiente, Única le pidió a Momboñombo que le explicara todo
aquello que había dicho anoche, 'pero en cristiano, de modo que yo entienda'.
-Nada,
Única, lo que pasa es que ya hay tanta basura en San José, que ya no cabe más
aquí y los vecinos de los alrededores ya están podridos de tanta porquería.
-Bueno,
pero entre más basura llegue, mejor para nosotros.
-De
acuerdo, Única, salvo un pequeño detalle, que ya no la van a botar más aquí...
Eso es lo que han estado diciendo los periódicos todo el mes de noviembre. La
gente ya está hasta el cuello de basura; entonces el gobierno decidió cerrar ya
el botadero de aquí, de Río Azul...
-¡Jesús,
María y José! Momboñombo, ¿Y adónde lo van a poner?
-Esa es la cosa, que en ninguna parte cabe, porque, ni tontos que
fueran los vecinos, nadie quiere tener un basurero de este tamaño a la vuelta
de su casa. Ahora, por ejemplo, dice el periódico que lo iban a poner en La
Uruca, ¿y qué?, que la gente se paró de pestañas, "que por ahí queda el
Hospital Méjico, el Parque Nacional de Diversiones"..., todo queda por
ahí, entonces el gobierno todavía no sabe dónde poner este mierdero de modo que
no le estorbe; a nadie. Por otro lado, todos los días sale gente hablando en el
periódico: un baboso salió diciendo que lo que había que hacer era evacuar la
zona y dejar aquí el basurero, otro salió diciéndole egoísta a la gente de las comunidades
que no quieren que les pongan el basurero encima, pero lo que pasa es que eso
lo dice cualquiera siempre y cuando no sea en su barrio donde lo vayan a poner.
Otros dicen que la basura es un problema de 'externalidades negativas' una de
palabrejas raras, Única, que lo único que queda en claro es que todo está
oscuro.
Única,
la gente tiene razón. Pero bueno, por ahora el basurero se va. a quedar aquí un
tiempo más...
-¡Gracias
a Dios, Momboñombo!, si no, no sé qué vamos a hacer nosotros.
-¿Qué
vamos a hacer nosotros? ¿Qué vamos a hacer nosotros?...
La
pregunta iba tomando dimensiones cada vez más gigantescas en la cabeza de Momboñombo
Moñagallo y lo comentaba con los buzos, sin lograr con ello ni el
menor vestigio de preocupación en sus semblantes. Él no era un buzo, era un
suicida frustrado que estaba aprendiera defender la ilusión de que a la vida se
le puede inventar un nuevo sentido aún cuando lo único que parezca sensato sea
morirse de un retorcijón ¡y ya!
Pero los
buzos de oficio, los que ya llevan la basura incorporada, los que llegaron con
el alma hueca al basurero desde hacía varios años y a esas alturas la tenían
tan atiborrada como el botadero mismo, los auténticos buzos estaban
acostumbrados a vivir al día, a resolver lo inmediato. Los verdaderos buzos no
eran ni siquiera como Única, para quien no había sido posible, en tantos años,
desterrar los atavismos urbanos y seguía procurando esquemas familiares en la
comunidad. A los buzos no les molestaba en absoluto llegar a comer con Única,
ni aportar alimentos a la olla común, pero lo hacían mezclando las
reminiscencias de algún arcaico orden familiar (que les funcionaba ya como a un
perro casero le funciona la maña de rascar el suelo con las patas traseras después
de cagar, como si estuviera enterrando la mierda con ese gesto inútil), con la
comodidad de que fuera Única quien se tomara la molestia de recalentar o
cocinar el pan nuestro de cada día.
Esos
buzos de hueso colorado no lograban comprender los desvelos de Momboñombo.
-Son
habladas de la gente... Esto no lo van a cerrar nunca, abuelo, no ve que si lo
cierran no van a tener a dónde botar toda esta basura.
-Bueno,
pero... ¿y si lo cierran?
-Si
lo cierran, nada... nos vamos donde lo pongan.
-Y..
.¿si no nos dejan entrar?
-Sí nos dejan, sí nos dejan... siempre dicen lo mismo, que no nos van
a dejar entrar, que yo qué sé, pero al final sí nos dejan. Y deje usté de
joderse la vida pensando en eso...
Y así
morían todos los intentos de Momboñombo, bien por crear consciencia entre los buzos,
bien por exigirles una respuesta a su pregunta desesperada. Todos sus esfuerzos
se resumían también en la necesidad apremiante de depositar en sus salvadores
la responsabilidad de estarlo salvando continuamente, porque "sin basurero
no habría más buzos", creía él, "y sin buzos no habría más Momboñombo."
-No
le merman los aguaceros-, decía Única cuando noviembre no daba tregua.
-Lo
malo es que hasta la lluvia llega ya sucia al basurero-, agregaba Momboñombo.-
Había
comenzado a llover más o menos desde abril, y la lluvia sólo empeoraba con
ondas tropicales y corrientes frías que minaban la salud de desecho de los de
abordo. El Bacán tosía constantemente y moqueaba siempre enverdeciéndose los
bigotes y entiesándose las barbas, porque el agua sólo resbalaba sobre el gabán
negroaceitoso de los zopilotes y en todas partes se empozaba formando cientos
de pequeñas lagunillas, sobre todo ahí donde las bolsas plásticas hacían una
concavidad entre la basura. Al darles el mezquino sol de noviembre, las
lagunillas, fecundas de larvas de moscas y otros bichos, brillaban prismando la
luz y hedían, más bien como si hubieran asesinado al arco iris y su cadáver se
pudriera lentamente entre la basura.
Con
la lluvia se empapaban los buzos por más que se forraran en bolsas plásticas.
Con la lluvia solían inundarse los tugurios, por lo que el trabajo de los de
abordo debía repartirse entre el buceo y las interminables reparaciones de su
ciudad flotante. La adversidad, de ingenio fecundo, había llevado los buzos a
confeccionar los más curiosos impermeables, sobre todo con las bolsas gigantes
para basura de jardín, y vestidos todos de gris sintético, con trajes de una
sola pieza, más bien parecían monjes de algún culto al fin del mundo; sus
hábitos plásticos sobre sus lomos siempre encorvados completaban una imagen
borrosa de romería de penitentes bajo la tutela implacable de los iconos
motorizados de los tractores.
-En
verano todo va a ser más fácil-, se repetía Momboñombo a veces, mientras bebía
de pie directo de las ubres de las nubes, desconociendo minuciosamente los
efectos del sol de febrero y marzo sobre la podredumbre y la tierra medio
arcillosa del botadero, que era entonces un torrente de barro que desangraba
minuto a minuto las partes aún vivas de la colina; lo verde se alejaba cada
día, como el bosque que camina, como si hasta los árboles se estuvieran yendo
por sus propios pies de aquel osario de los derechos humanos.
El
Bacán se entretenía haciendo barquitos de papel que ponía a flotar sobre la lagunilla
más cercana al tugurio. Los otros niños de los buzos buceaban al lado de sus
padres o madres, o ambos, en los casos más extraños, y hurgaban entre la basura
con tanta fiereza como los adultos, pero con una expresión distinta, con un
asombro en sus ojos como si en última instancia, lo que estuvieran buscando
entre los desechos fuera ni más ni menos que su propia infancia encarroñada
bajo las poderosas orugas de los tractores. Con la lluvia persistente, los
rellenos del gran relleno se aflojaban; después de un rato de estar de pie en
un mismo sitio, los buzos tenían que tirar con fuerza hacia otro lado porque ya
tenían los pies hasta los tobillos entre las arenas movedizas. Más o menos
veinte años de estar enterrando basura habían hecho de la geografía de la
colina un esperpento cuya representación cartográfica resultaría algo así como
el contorno del lomo de un monstruo de pesadilla, montículos y montículos por
todos lados y tierra removida de aquí para allá, y los ríos Damas y Tiribí
condenados a beberse los caldos que se filtraban constantemente; pero sólo una
parte de ellos, porque el resto iba a dar a los mantos acuíferos profundos,
inyectándose de manera intravenosa en el cuerpo de la tierra.
Los
vecinos de Río Azul y San Antonio de Desamparados efectivamente habían
amenazado al gobierno con cerrar el paso al vertedero a eso del treinta y uno
de diciembre, luego de varios intentos por impedir el acceso de los camiones,
frustrados más de una vez por las brigadas de choque de la policía, que nunca escatimó
esfuerzos en eso de abrir barricadas o espantar a los niños del barrio y
vecinos en general de las fauces del basurero, con sus elocuentes bombas
lacrimógenas y argumentos análogos; sin embargo, la organización de la
comunidad consiguió por fin dialogar con el gobierno. El señor Presidente de la
República los visitó y se reunió con los dirigentes quienes, después del café con
promesas, se siguieron entendiendo con el Ministro de la Presidencia.
Por
un lado estaba el ultimátum del treinta y uno de diciembre; por otro, la
petición del Ministro, que consistía en una prórroga de varios meses para
resolver lo de la búsqueda de un nuevo sitio para tan nobles propósitos y la
promesa de que para el veinte de enero del noventa y tres, a más tardar, el nuevo
destino de los desechos del Valle Central estaría elegido. Para ese entonces,
la comunidad de Atenas estaba en alerta permanente por su rechazo categórico de
la posibilidad de instalar en sus entrañas el nuevo basurero, por más que el
gobierno prometía en su lugar un relleno sanitario a la altura de los rellenos
modelo de Estados Unidos, esos donde hasta las ratas comen con tenedor y
cuchillo.
-Que
lo cierran lo cierran...-, se pasaba repitiendo Momboñombo Moñagallo a cuantos
buzos le prestaban un minuto de atención, pero no más de un minuto que era el
tiempo que a lo sumo, lograban fijar la atención en algo que no fuera de
interés inmediato.
Mientras
añejaba en su pecho el fantasma del cierre del botadero, él buceaba hombro a
hombro con Única y muy ocasionalmente, con El Bacán.
Única
"lucía como desmejorada", pensaba él, cuando se distraía mirándola
largamente... El agua de la lluvia le bajaba en goterones por las hilachas de
su cabello entrecano, y resbalaba por la piel de sus brazos hasta los guantes
sin dedos que alguna vez halló idóneos para sumarlos a su equipo de buceo. Ella
lo sorprendía mirándola y siempre le recomendaba lo mismo:
-Ay,
Momboñombo, deja de espiarme, que, en mi cara no vas a encontrar nada de valor.
Lo
decía un poco sonrojada, con una sonrisilla dulzona que al rato se asemejaba un
poco a la pauta que Momboñombo añoraba a gritos. Era como si en un segundo los
tractores se detuvieran, los humores fétidos se disiparan, como si escampara...
era como una sonrisa cómplice que en un segundo inyectaba una sobredosis de
buen ánimo. Los viejos seguían después en su trabajo, uno al lado del otro,
"jalando y jalando pa'l mismo lado, como dos bueycitos", como le
recomendaba Única que debía hacerse aquel trabajo de estar vivos. Pero después
del segundo, otro camión recolector atravesaba el espejo y los buzos se
amuchaban a su alrededor como gaviotas al lado de un pesquero. Las redes
llegaban grávidas, y los forzudos marineros de los mares asfaltados de la
ciudad las vaciaban en medio de los chillidos y el batir de alas de las
gaviotas venidas a menos. Una gaviota tomó una presa en su pico y se alejó a
toda velocidad, pero fue rápidamente alcanzada por otra más grande; se
disputaron el pececillo, ambas cayeron al mar, se revolcaron y la triunfadora
finalmente alzó el vuelo con el botín ganado en batalla singular. Vacío el
pesquero, el capitán daba la orden de levar anclas, echaba marcha atrás y se
alejaba hacia nuevos puertos de embarque.
El
Bacán estaba sentado entre la basura gritando a voz en cuello cuando llegaron
Única y Momboñombo; un buzo poco amistoso le había arrebatado algo que él no
sabía explicar qué era ni para qué lo quería; Única se armó de un palo de
escoba y fue directo al buzo agresor. Su edad y el respeto de que extrañamente
gozaba entre los buzos le permitió aleccionar a palos a la gaviota grande y
volver ilesa a casa con el teléfono malherido que El Bacán había hallado entre
la basura; El Bacán dejó de llorar.
-La
próxima vez me lo dejás a mí-, le dijo Momboñombo a Única en la noche, cuando
ya había pasado el episodio del teléfono. Se lo dijo con una auténtica
convicción de macho, que no por muy auténtica resultaba verosímil y menos aún
necesaria para una mujer que llevaba veinte años aleccionando a palos al
destino que hacía tiempo se había ensañado con ella. Pero ambos fingieron y ella
le prometió dejarlo actuar si se daba otra situación de esas, porque el huésped
ya estaba dando señas de que había llegado para quedarse y un dejo de hombre de
la casa se le empezaba a notar en el semblante.
-¿Y
si habláramos con los vecinos, Única?
-¿Hablar
de qué?
-¡Cómo
que de qué!, pues de qué va a ser, muchacha, de lo del cierre del basurero...
Si nos aliáramos con los vecinos de Río Azul...
-¿Si
nos qué?
-Si
nos aliáramos, si hiciéramos una alianza, es decir, si les ofreciéramos apoyo
en la lucha por cerrar el basurero...
-¡Te
volviste loco, Momboñombo!, si cierran el basurero ¿qué diablos vamos a hacer?
-Pues de eso se trata, mujer, no de quedarnos sin nada qué hacer, sino
de pedirle ayuda al gobierno nosotros también. Mirá, nosotros vamos a la
próxima reunión que ellos tengan con el Ministro y decimos que estamos de
acuerdo con que cierren el basurero, pero que no nos podemos quedar sin oficio
ni beneficio tampoco, que nosotros necesitamos ayuda para encontrar otra cosa
que hacer, que tenemos derechos como todo el mundo, que no es que estemos aquí
porque nos guste el mal olor o porque no podamos hacer otra cosa que estar
revolcando basura. Yo les puedo ofrecer mis servicios como guarda de algún
lado, vos como maestra, y los que no saben hacer nada, ahí algo se les puede
enseñar y...
Aunque
Única ya se había dormido, como de costumbre, el viejo siguió elucubrando
fantasías de progreso sin percatarse en absoluto de que se trataba de dos
problemas diferentes y que unirlos sólo complicaría la situación de los vecinos
de Río Azul y por ahí.
El
Bacán dormía desde hacía rato, con el teléfono abrazado a modo de osito de
peluche.
Los
vecinos de Río Azul estaban también hartos de los buzos; incluso, una de las
cláusulas del acuerdo con el gobierno era que, cerrado el basurero no se
permitiría el precarismo, para poder declarar el área 'Reserva Forestal' y
recuperar los terrenos.
Aunque
por decreto bíblico, "a los pobres siempre los tendréis a tu lado",
ya nadie por ahí estaba en condiciones de tolerar más buzos rondando sus casas,
y la alianza que se le había ocurrido a Momboñombo Moñagallo era
definitivamente impensable; la alianza resultaría contraproducente para la comunidad,
que luchaba desesperadamente por quitarse de encima aquella vorágine de
desechos que la gente iba dejando como precioso legado a las moscas.
Una
vez más Momboñombo Moñagallo se lavó bien los dientes y bajó la colina en busca
de los dirigentes de la comunidad. Y tal y como se lo había anticipado Única,
ni siquiera se molestaron en prestarle atención. Él, que no era un buzo de
profesión, tenía para ese entonces un aspecto incuestionable de habitante del
averno de las cosas.
-Ni
me alzaron a ver... ¿Culpa de quién?, pues culpa mía, porque me lo advirtieron.
Sin embargo, y pese a lo feo que es que lo rechacen a uno así, no les guardo
rencor; ellos tienen razón, y yo seguro habría pensado igual si hubiera sido
otra mi suerte. Yo mismo me he dado cuenta de que no todos los buzos son
personas decentes, hay algunos que son una plaga, que tienen costumbres feas,
que roban y les dicen cochinadas a las muchachas de la vecindad y claro,
después ellos piensan que todos somos iguales y ahora no nos van a ayudar. Era
domingo pero el viejo no se percató hasta cuando iba derrotado de regreso. Toda
la gente estaba en sus casas y en la mayoría sonaba alguna radiograbadora con
la transmisión del imperdonable partido de fútbol que vino a atinar un gol en
los cinco sentidos del viejo. Se detuvo; por un instante se dibujó en su gesto
la mirada cómplice con que instintivamente se identifican entre sí los
fanáticos, aunque nunca antes se hayan visto... sonrió... era otro... estaba
transfigurado y un instante antes de dirigirse al hombre que escuchaba para
preguntarle por los contrincantes, la puerta le fue cerrada de mala gana... de
nuevo había olvidado su condición de desahuciado.
El
desmerecimiento le dolió más que la frustrada intentona de alianza, porque un
NO más era un eslabón imperceptible en la cadena de negaciones de su vida; pero
el no ser digno ni siquiera Y de que le dijeran quiénes se disputaban un balón
en el ámbito de una cancha enzacatada, al margen de la realidad, para producir
una manifestación más de realidad, eso sí era el colmo. Hasta el fútbol, ese
deporte que habían convertido en el amansalocos de los tiempos modernos, le
estaba negado; ese deporte dominical capaz de hacer olvidar a un pueblo hasta
el costo de la vida, le estaba negado. Pero él no lo vio así, no podía verlo
así; él sólo se quedó petrificado un momento frente a una de las casas donde un
radio se desgalillaba en un gooooooool sempiterno, y como idénticos a sí
mismos, todos los partidos de fútbol a los que había asistido religiosamente
desde niño, le pasaron en tropel por la memoria... miles de hombres pateando
miles de pelotas, miles de personas rugiendo en montañas de galerías, toneladas
de papas fritas crujiendo entre fajos kilométricos de molares, aguaceros de
bolsas de orines derramándose sobre las cabezas de los dueños de los asientos baratos,
locutores psicotizados narrando frenéticamente lo mismo que todos estaban
presenciando, tropas de árbitros malignos entonando una marcha infernal con sus
pitos, desfiles de gentes eufóricas por las calles celebrando un gol acertado
en el extranjero y el Presidente de la República bailoteando por las calles en
un día hábil declarado asueto a raíz de una patada, y bosques enteros reducidos
a papel periódico con la vieja historia de David y Goliat, pero con la variante
de que Goliat no perdía nada después del partido, mientras que a David se la
metían sin vaselina con un paquete de impuestos que no lograría evadir ni con
la honda ni con la piedra. Y Momboñombo en medio, en el parque central llorando
de alegría y de hermandad; todos hablábamos en plural, éramos uno solo en el
ojo del mundo, ya casi ni se nos notaba lo tercermundistas, los escoceses se
querían bajar del mundo porque los habíamos hecho morder el polvo. '¡Puta
Carajo, y de taquito pa'que más les duela!' Y el milagro de la multiplicación
del guaro y de las boquitas amenazaba con una goma nacional de puta madre. Y
Momboñombo en el meollo de los hechos, en el día histórico de la apoteosis del
conejo, y... ¡y le cerraron la puerta cuando iba a superar la separatividad
social preguntando ¿cómo van, jefe?, ¿quiénes juegan?
Fue
demasiado, se desplomó cuan largo era en medio de la calle y fue llevado en
hombros hasta su hogar por un par de buzos que lo hallaron ahí tirado, casi
casi como era su costumbre.
A
Única casi le da un patatús cuando lo vio venir, pálido como el resucitado, en
brazos de dos de los de abordo. Hubo que friccionarle la nuca con alcohol del
de la botella grande de Única, de ese que los borrachos llamaban 'guaro de
fresa' porque lo hacen rosado para prevenir su ingestión. Le aflojaron el
pantalón y los botones de la camisa para que respirara mejor, le dieron agua de
sal a El Bacán para que le pasara el susto y entre todos volvieron en sí al
viejo a gritos y bofetadas que lo dejaron como embobado. ¡Buen rato le costó ponerlo
todo en orden otra vez en el basurerito de oficina de su cabeza! Una vez
recordado el suceso de la negativa por parte de la comunidad, tuvo una laguna
con lo de la puerta en su nariz y olvidó para siempre que alguna vez le gustó
el fútbol.
Para
el almuerzo hubo olla de carne con verduras que Única y El Bacán habían traído
de la feria del agricultor de Desamparados. Domingo a domingo iban a juntar de
la calle las verduras que los mismos vendedores botaban por demasiado maduras,
o por demasiado verdes, o por magulladas que llegaban de los sembradíos. La
carne era una que Única conseguía en una carnicería atendida por un viejo que
se había negado al progreso de las sierras eléctricas y aún partía los huesos
con un hacha sobre un tronco de madera. El hombre ni siquiera se planteó nunca
lo de la carne barata de Única una vez por semana, por lo que hizo de ella uno
de sus 'clientes' más fieles de los domingos. El resto del día transcurrió sin
novedad en medio del extraño silencio en que algún feriado dejaba al basurero.
Los tractores reposaban exánimes al pie de la cuesta y los recolectores en sus
respectivas comunidades. Solo el aletear incansable de las moscas y los
zopilotes sostenía la rutina, dado que los buzos que no vivían en el precario,
esos días desaparecían del lugar, quién sabe adónde, a sus casas tal vez, o a
bucear por las calles de la ciudad, o detenidos en animación suspendida como
larvas descomunales en espera del lunes de madrugada.
Momboñombo
hasta ese domingo no había caído en cuenta aún de que a veces descansaban tanto
los recolectores como los tractores. Más de una ocasión le llevó hacer la
observación, porque ya el mido estaba incorporado y de no haber sido por el
desmayo, jamás habría descubierto que para su desgracia, cada tanto, el basurero
guardaba silencio; para su desgracia porque entre los intervalos de silencio
seguiría percatándose de que a alturas del día anterior, del que tampoco era
consciente, ya había olvidado el compás de quietud semanal y entonces cada
nuevo día de silencio funcionaba como el primero del calendario de su nueva
vida de ser humano desechable.
Lo
comentó con Única, pero en ella el tiempo marchaba de una manera diferente.
Tampoco estaba nunca al tanto de la fecha, sin embargo, una suerte de reloj
biológico la llevaba los domingos a bucear a la feria del agricultor, de donde,
invariablemente siempre regresaba con un canasto lleno de verduras para la
sopa. Los meses del año le eran igualmente ajenos, pero por esa época los pasos
de animal grande de diciembre le desasosegaban el alma.
-Ya
casi es diciembre, Momboñombo...
-¿Y
vos cómo sabés...?
-¡Ay,
no sé!, es que siento como hormigas en el culo-, dijo en medio de un suspiro.
III
Al
principio, al puro puro principio, yo tenía un jardín aquí. Lo había ido
haciendo poco a poco, con siembros que me regalaba la gente de la vecindad
cuando todavía no le tenían tirria a los buzos, cuando todavía ni siquiera nos
decían buzos. A mí me decían 'la señora que vive en un ranchito allá en el
basurero'. Yo tenía sembradas las pudreorejas en la parte de atrás del ranchito
que también había ido haciendo poco a poco con latas de cinc y pedazos de
madera y cartón que me encontraba por ahí, o que la gente me regalaba también.
Vos sabés, Momboñombo, un jardincito aquí...
Pero después la tierra como que se fue secando, muriendo, muriendo.
Cuando yo hice el ranchito aquí, el basurero todavía quedaba lejos, pero fue
creciendo, los tractores iban enterrando la basura y haciendo huecos cada vez
más grandes hasta que esto llegó a ser como vos lo podés ver ahora, pero yo y
los otros vecinos que nos vinimos a vivir aquí, don Conce, un buzo que ya
murió, Doña Hipólita y la familia de los cara de león, y un montón de gente,
teníamos como más espacio y más aire puro. En las mañanas se podía levantar uno
y respirar hasta reventarse porque como esto es una colina, entonces el viento
pega más fuerte. Y yo tenía un jardín con pudreorejas, clavel de poeta y unas
begonias y unas gloxinias; rosas no porque aquí no hay manera de que peguen,
pero tenía culantrito de coyote que es tan bueno pa' la sangre. Y ahí donde se
ve todo pelado eso, ahí había zacate de limón y yo tenía unas violetas
lindísimas sembradas en unos tarros de leche en polvo, y hasta unas guarías
moradas porque en mi casa siempre se acostumbró tener guarías en un palo de
güitite. Pero como te digo, la tierra se fue poniendo como arcillosa; esta
tierra no era así, fue que se fue lavando, el polvo comenzó a ponerlo todo de
este color como amarillento, y las rosas no pegaron nunca. Hasta se me murió
una tortuguita que yo tenía en el jardín, a la pobre la encontré tiesa un día y
toda llena de polvo. Yo creo que se ahogó la pobre. Y empezaron a llegar las
cucarachas; yo al principio las mataba a escobazos, pero con el tiempo me fui
acostumbrando a verlas. Y las moscas qué me dice, al principio andaban nada más
entre la basura y aquí veías unas cuantas, como doscientas nada más, uno las
podía espantar, pero después empezó a ser como ahora que son miles y miles y no
podés hacer nada más que acostumbrarte, porque o te acostumbrás o te jodés.
Por
aquellos años fue que llegó El Bacancito...
¡Ay,
vieras vos qué felicidad!, yo que siempre había querido un hijo, Dios me lo
mandó porque Él sabía lo que yo quería un hijo y ahí llegó sólito... vos sabés
que yo siempre he pensado que fue un milagro eso, que a lo mejor El Bacán ni
siquiera es que fue abandonado aquí, sino que Tatica Dios me lo hizo
especialmente a mí, para que ya no estuviera tan sola.
Yo,
como fui maestra, rapidito le fui enseñando a hablar bien, a contar con los
deditos, a rezar, a recitar una recitación muy muy linda que dice así: 'Cultivo
una rosa blanca, en junio como en enero, para el amigo sincero que me da su
mano franca, y para el cruel que me arranca el corazón con que vivo, cardo ni
ortiga cultivo, cultivo una rosa blanca...', linda, ¿verdá?, yo no sé quién la
escribió pero debió ser alguien al que le gustaba mucho hacer jardines; yo se
la enseñé a El Bacán porque aquí yo tenía unas chinas blancas, porque las
chinas, como son tan agradecidas, esas pegan en todo lado y porque nunca he
perdido la fe de hacer otro jardín, por eso es que siempre la recito esa
recitación, y seguro vos has oído a El Bacán recitándola también, porque a
veces vos la oís y es como si todavía tuviéramos el jardín aquí. Yo la vivo recitando
porque yo sé que a lo mejor el señor que la escribió también querría hacer un
jardín donde sólo hay basura, porque yo le digo una cosa, sí señor, así como me
oye, Momboñombo Moñagallo, para escribir una recitación así de linda tiene uno
que querer mucho a las rosas y a los amigos.
Las
chinas se marchitaron, se fueron llenando de un color como ladrillo y después
no quedó ni una, porque ni las chinas soportan el maltrato. Después la vida fue
pasando y pasando y se va uno haciendo viejo. El Bacán cada día más grande,
verdá, yo le digo que se corte los bigotes porque parece un viejo y él se los
corta a veces, pero en seguida no más ya los tiene otra vez largos, y no es por
falta de navajillas porque aquí sí que no se puede uno quejar de eso, más desde
que las hacen plásticas, viera, Momboñombo, la cantidad de navajillas que
llegan aquí semana tras semana, de esas que ya vienen pegadas a la maquinilla
de hacerse la barba; pero a él le da pereza hacerse la barba y no es solo
pereza, es que se corta y después le quedan cicatrices, pero El Bacán está
hecho todo un viejo... ¡mi chiquito!
Al
principio yo no lo dejaba bucear, más después de lo que le pasó a la Llorona,
¡pobrecita!, verdá, y era tan bonita la Llorona, vieras, era una muchachita así
menudita, que no hablaba por no ofender y el chiquito lo más lindo, vieras,
parecía un muñequito; pero como no hay pa'la desgracia, perdérsde y volverse
loca fue una sola, y con razón, porque como a mí se me pierda El Bacán,
machalá, machalá, y yo me vuelvo loca también. Pero por dicha él es muy casero,
nunca se me va solo. Ahí una o dos veces por semana, vos has visto, hacemos un
saco de chunches y los vamos a vender a San José, pero él siempre viene
conmigo. El me acompaña a vender las latas de aluminio, las botellas, los
periódicos que ya se ha leído, porque eso sí,
Dios guarde le bote usté un periódico que no haiga leído porque se resiente.
Antes
íbamos también a bucear ahí a San José, pero eso es muy cansado porque hay que
andar caminando todo el día y la gente lo ve feo a uno cuando ve que uno les
abre las bolsas de basura, ¡como si no estuvieran viendo que es basura!, como
si todavía necesitaran las cosas después de que las han botado a la calle, pero
así es la gente, por eso es que ya casi ni me gusta ir a bucear a San José, ya
sólo vamos ahí a vender lo que aparece en el basurero, porque eso sí, al
basurero llega de todo, bueno, vos has visto que aquí no se puede uno quejar,
llega de todo, desde juguetes para los chiquitos hasta todo lo que la gente
puede comprar en las tiendas, porque en eso vos tenés razón, la gente todo lo
bota. Los que sí son buenos para bucear en la calle son esos viejillos que
vienen a veces a la casa del Oso Carmuco, pero a ellos nadie les dice nada, en
cambio a uno como la ven mujer entonces la andan corriendo de todo lado. Vos
sabés que yo he llegado a pensar que la basura también es mujer, mirá, es
"la basura", como "la mujer", de género femenino? Yo sé eso
de los géneros porque lo enseñaba en la escuela, entonces es la basura y al
principio a todo el mundo le gusta cuando está nuevita y apenas se pone vieja
ya a nadie la quiere, pero esas son tonterías mías...
¡Ay,
Momboñombo!, vos te me quedás viendo y me ponés tanta atención que le dan ganas
a uno de seguir hablando y hablando como una chachalaca y es que hacía tanto
tiempo que no hablaba yo así con alguien, sobre todo en las noches después de
que todo el mundo se va a dormir...
Momboñombo
Moñagallo guardaba largos silencios escuchando a Única que parecía como transmutada
con la vista fija en una pared o en alguna rendija de la tabla donde se
sentaban a hacer sobremesa. Diciembre ya estaba tomando posesión del calendario
y se podía sentir en el viento un poco más helado y en la merma de las lluvias
pegajosas de los meses anteriores. Ahora estaban cayendo las 'navidades', como
les llamaba Única a esas lluviecillas de pelo de gato que igual caen en las
calles atiborradas de Sannicolases y ofertas de fin de año de San José, como
caen en el basurero con las primeras hojas de plátano de los tamales, sin
prejuicio ni distinción, ni temor de ensuciar sus delirantes desnudeces.
La
época de Navidad era próspera a su manera con el basurero. La gente la
aprovecha para descuidarse más que de costumbre con lo que tira a la basura,
por lo que es frecuente hallar envueltos en las hojas de los tamales todo tipo
de cubiertos, caros y baratos. Luego vienen los papeles y las cajas de regalos,
que no siempre llegan vacíos al basurero; no falta quién ni se percate de que
se le fue un regalo sin abrir a la basura y una vez ahí, la cosa se pierde para
siempre, hasta que resucita toda llena de vida en manos de un buzo que la
rescata del basurero de la historia y la recicla en una compraventa o donde le
den algo por ella.
La
gente se siente rara en diciembre, toda la gente, hasta la 'desgente', la que
vive de los desechos, los desperdicios, los despojos, los despilfarros, los
descuidos, los destrozos, los desaciertos... esos desafortunados a los que
Momboñombo Moñagallo había unido sus esfuerzos por aparentar que la vida,
después de todo, vale la pena aún cuando se viva en medio de las desigualdades.
Momboñombo
no recordaba cuánto tiempo hacía de su incorporación a las filas de los
biorrecicladores, en parte porque el tiempo era algo que cada vez le importaba
menos, hasta le había regalado su reloj de pulsera a El Bacán, quien no se
molestó en lo más mínimo por aprender a leerlo pero se fascinaba viendo las
agujas girar y girar sin propósito alguno.
La
Navidad comenzó a llegar temprano ese año. Durante los primeros días de
diciembre, Río Azul fue declarado Zona Protectora y las sesenta y cuatro
hectáreas de los terrenos del basurero fueron anexadas a la zona del Ceno de la
Carpintera, con lo que quedaron declaradas bajo el Régimen Forestal.
El
ultimátum de los vecinos de Río Azul y San Antonio de Desamparados estaba
surtiendo efecto, sobre todo en la bolsa de San Nicolás que esta vez se
hinchaba nada menos que con la ubicación de un nuevo relleno en alguna parte
del país. El gobierno mantenía silencio. Aún no se descartaba oficialmente a La
Uruca como la feliz ganadora de la caja de Pandora, pero sí se declaró a la
Gran Área Metropolitana, la 'GAM', inadecuada para situar el relleno. Se
comenzó a elaborar un 'Plan Nacional de Manejo de Desechos', dirigido por El
Organismo de Ayuda Germano, y en la Asamblea Legislativa, aún pese a la
trillada y harto bien sabida sentencia de que "un camello es un caballo
hecho por una comisión", un fulano propuso integrar una que examinara el
problema y un mengano se opuso.
El
gobierno se devanaba el seso negociando con las comunidades, ofreciéndoles el
'mar y las conchas', obras de infraestructura, beneficios de todo tipo, 'El
milagro de La Uruca', 'El milagro de Atenas', con tal que aceptaran el basurero
dentro de sus lindes, sin conseguir entusiasmar a nadie con ello. Hasta el
momento, lo único que se tenía en claro era que la GAM, por ser una zona de
gran expansión urbana con importantes mantos acuíferos, no era apta para la
instalación del relleno.
Se
hablaba de sectores neutros donde se podría eventualmente ubicar el relleno,
previo estudio de suelos, intensidad sísmica, e impacto ambiental, así como la
impermeabilización del fondo con plástico y arcilla y canales para los líquidos
de la basura y ductos para la evacuación del gas metano.
Se publicó
un mapita con las zonas elegibles y el país entero quedó en vilo porque el
fantasma del relleno atemorizaba con asentar su residencia prácticamente en
cualquier parte fuera de la GAM.
Ese
año, el cumpleaños de El Bacán se celebró en los primeros días de diciembre.
Única lo celebraba cada año en un mes diferente para que coincidiera con la
verdadera fecha algún día.
Los
preparativos comenzaban días antes y Única sacaba tiempo para elaborar
sombreritos picudos de papel periódico para la fiesta. Para ese día tenía que
haber reservas de comida y guaro para los adultos y ella contaba sus ahorros
para comprar confites para los pequeños.
El
cumpleaños de El Bacán era siempre una sorpresa extraña para todos los niños
del precario, pero Única sólo lo anunciaba el propio día minutos antes de
comenzar la celebración. La sorpresa lograba siempre euforia en El Bacán pero
nunca le despertaba la curiosidad por saber cuántos años cumplía; eso no era
importante y quizás sólo las entrañas profundas del basurero lo sabrían.
Para
el mes de diciembre llegaba siempre al basurero más basura, y juguetes cada vez
más extraños; llegaban armas de juguete de plásticos de colores y formas
inusuales, que los niños botaban luego de un año de entrenarse con ellas,
llegaban autitos "transformers" que tirando de sus piezas se
convertían en robots cuyos brazos terminaban en terribles armas que hacían la
delicia de los niños del precario. Momboñombo se preguntaba cómo podían
aquellos niños comprender el manejo de esos aparatos tan alejados de la realidad
del vertedero y sólo lograba explicárselo confiándoselo al instinto infantil de
la seriedad ante la diversión.
Los
niños veían esos juguetes en los escaparates de las grandes jugueterías
josefinas, esas que de paso venden libros, se maravillaban con ellos y deducían
su funcionamiento de los ejemplares que se exhibían a medio armar.
Momboñombo
había sido avisado del cumpleaños con varios días de anticipación y entre él y
Única tenían ya regalos suficientes para El Bacán y para los niños que ese día
hicieran una pausa para regresar a su infancia un par de horas durante el
cumpleaños itinerante, que exigía que ese día los bigotes y las barbas de El
Bacán fueran rasurados, su cabello recortado y su piel despercudida con un
paste mojado que Única preparaba para esos efectos.
Ese
día, temprano por la mañana, Única se levantaba a calentar agua, mientras
tanto, afilaba sus tijeras en un molejón que ni ella sabía de dónde había
sacado. Cuando El Bacán despertaba y veía los preparativos, estallaba de alegría
porque celebraría inesperadamente su cumpleaños. El pañuelo que se ataba a la
cabeza era desanudado y los mechones de cabello caían a la frente, luego le
quitaba el chaleco y la camisa y comenzaba la primera parte del baño. En un
recipiente aparte, Única disolvía un poco de jabón en polvo de la gran bolsa
donde revolvía los residuos de todas las bolsas de jabón que hallaba; acto
seguido, mojaba el paste y comenzaba pacienzudamente a restregar la cabeza
entera, a mojar bien el pelo y las barbas, a cortar a ojo de buen cubero hasta
descubrirle las orejas. Una vez recortadas las barbas, procedía a rasurar con
varias maquinillas que volvía a guardar conforme se iban quedando
definitivamente sin filo. El Bacán lloraba cuando sentía el ardor del jabón en polvo
en sus ojos, entonces comenzaba el eterno pleito:
-Dejá
de llorar, carajo, mirá que te está viendo Momboñombo.
Y
Momboñombo se percató en ese momento de que efectivamente estaba presenciando
el ritual de acicalamiento de El Bacán; se avergonzó y se disponía a marcharse,
pero Única le rogó que se quedara para que el niño se portara bien.
El
agua jabonosa corría por el pecho velludo del niño mientras la cara le iba
quedando despejada. El Bacán jugaba a hundir el teléfono en el cubo de agua y
Única batallaba por desennegrecer los brazos, el cuello, detrás de las orejas,
las nalgas, las piernas y cada milímetro del cuerpo de El Bacán porque la mugre
del basurero penetraba por donde ni la luz podía.
-"...porque
la limpieza, dice mi mamá, es una belleza y salud nos da..."-, cantaba
Única a coro con su hijo cuando llegaban al final de la jornada y El Bacán
quedaba como un recién nacido, rosado por los raspones del paste. Un par de
horas más tarde su piel volvería al color natural de los habitantes del basurero
y dos semanas más tardarían sus barbas en sobrepoblar de nuevo sus mejillas.
-"Cuuuumpleaños
feliz, te deseamos a ti, cumpleaaaaños Bacaaaán, cumpleaaaños feliz..."
-Gracias
a todos y a mamá Única por dejarme cumplir años, porque cuando uno
cumple años se hace más grande y más fuerte. Una vez a mí se me olvidó cumplir
años y entonces tuvimos que hacer dos cumpleaños de un solo tiro, si no, no me
iba a hacer grande...
Más
de uno de los de abordo no se había planteado nunca qué pasaría si de pronto
dejara de cumplir años, pero llegaron rápidamente a la conclusión de que hasta
los muertos cumplen años, como don Conce, que ya tenía varios años de muerto y
Única siempre decía, 'hoy cumple don Conce', y le pagaba al Oso Carmuco para
que dijera una misa hacia la tarde casi noche. Después, alguno propuso que
dejaran ya de hablar mierda y se echaran un trago y la moción fue ampliamente
respaldada. Por ahí, otro le dio a Única por donde más le dolía, "Única,
se te está haciendo grande El Bacán, ahorita vas a tener que regalarle una
novia para el cumpleaños...", y ella se enfurecía y alegaba que el
chiquito no sabía nada de eso y que como oyera ella a alguien hablándole de
eso, lo molía a palos... Y el cumpleaños transcurría como siempre, sin
contratiempos porque por un trago o un confite, estaba más que justificada la
pausa en la labor de escudriñar entre lo que ya nadie había soportado más en
sus casas o en sus conciencias.
En el
basurero los amaneceres eran tardíos pero las puestas de sol puntuales.
Diciembre se adentraba en las postrimerías del año y las señoras buzo empezaban
a recopilar materiales para la elaboración del portal del precario. El Oso Carmuco
les ayudaba porque creía de su competencia cualquier labor relacionada con la
fe y las costumbres. Desde hacía al menos trece años habían llegado al basurero
dos maniquíes tamaño natural: un hombre y una mujer, y desde entonces eran
usados para la representación, pero el resto del año el Oso Carmuco los
guardaba en su casa. El hombre era altísimo y negro silueta, la mujer rubia,
alta también y con todos los atributos femeninos de los que no gozan las
imágenes de las iglesias, pero le faltaba un ojo. A las señoras buzo no les
hacía ninguna gracia que el Oso Carmuco guardara a los 'santos' en su casa,
porque siempre llegaban desnudos a fin de año y había que volver a conseguirles
las túnicas y los demás atuendos medievales para que parecieran santos de
verdad, -...y es que una sabe cómo son los hombres, por más curas que sean,
hombres son hombres, y a una le da miedo que la virgencita pase todo el año en
la casa de él, porque nunca se sabe y eso es pecado...-, pero el Oso Carmuco
era el cura y la autoridad de su trapo púrpura era más o menos incuestionable.
Los
maniquíes eran colocados en un ranchito improvisado. Una cuna vacía se colocaba
en medio; a un lado de la cuna iba el buey, pero como no tenían buey, entonces
colocaban un tigre de plástico que era el emblema de una antigua gasolinera; mula
tampoco había, pero se las ingeniaban para improvisarla con unos sacos de gangoche
y una cabeza de caballito de palo de El Bacán.
Al
Niño lo colocaban después del veinticuatro; ese sí era un auténtico niñodiós
que por ahí había aparecido alguna vez; era de yeso y ya venía ataviado con
túnica blanca del mismo material y rubor en las mejillas.
Unos
buzos llegaron ese año con un ciprés bastante grande y apropiado para el árbol
de navidad que debía ir plantado a la derecha del portal, según el criterio del
Oso Carmuco, y que el Bacán se encargaría de ornamentar. El niño se abocó a la
tarea inmediatamente; comenzó a recolectar cuanto adorno podía llevar el árbol,
latas de coctail de frutas que alegraban las ramas secas del ciprés con sus
etiquetas de colores, serpentinas de papel higiénico y tiras de tela, nieve de
estereofón del que viene en las cajas de los electrodomésticos, muñequillos
pequeños, soldaditos de plástico, naves espaciales y bombillos quemados, y
listo, la Navidad se dejaba botar al basurero.
La
época era propicia para el Oso Carmuco. Él organizaba los rezos frente al portal,
cantaba con las señoras y aporreaban las panderetas que ellas habían conseguido
de los cultos de carpa de circo que se armaban a veces en las plazas de los
barrios de la GAM.
Única
no tocaba la pandereta ni estaba muy de acuerdo con aquellas prácticas...
-Porque
a mí me inculcaron desde chiquita el deber de asistir a misa y fui siempre que
pude, pero esos aspavientos de cantar con los brazos levantados y sonar
panderetas, eso antes no lo veía uno, antes era sólo el cura el que daba misa,
carajo, y se respetaba. Ahora resulta que cualquiera va y se para adelante y
hace payasadas... ¡oh costumbres las de ahora!, de eso es que todo está tan
mal...
Y
Momboñombo se partía de risa oyendo a Única que no por ello dejaba de asistir a
las cantonas del Oso.
-Y
vos, en vez de reírte, deberías ir conmigo y no ser así tan descreído, porque
eso es malo...
-¡Ay,
Única Oconitrillo!, qué voy yo a estar yendo cuando hay cosas más serias en qué
pensar...
Mirá,
por ejemplo, los vecinos de Río Azul siguen empeñados en cerrar el basurero el
treinta y uno de diciembre si no les arreglan la situación de una vez por
todas, y no están muy convencidos que digamos de lo de la prórroga hasta el
treinta de abril...
Pero
la Navidad se imponía y hasta se lograron apaciguar los ánimos de la comunidad
de Río Azul y las demás, porque el gobierno prometió que el quince de enero
daría a conocer el sitio para el nuevo relleno.
Días
antes habían caído lluvias esporádicas, pero hasta el clima parecía estar harto
también de tanta lluvia y hacía hasta lo imposible por reivindicarse con
atardeceres violeta y naranja y el verde acentuado de después de tanta agua.
Era como imposible no dejarse arrastrar por una suerte de optimismo camuflado
que hacía parecer que todo tendría final feliz, aunque fuera por los efectos
embriagantes de un cielo sospechosamente azul y una brisa fresca que acallaba
la amenaza del gas metano acumulándose desde hacía veinte años en los arcanos
intestinos del basurero, que en la de menos reventarían en el pedo más
aparatoso del que se tuviera memoria en la historia de las indigestiones.
Única
aprovechaba los viajes al centro de San José para llevar a El Bacán a recorrer
las vitrinas ornamentadas luego de dejar las latas de aluminio en las
recicladoras. Un peso por lata... trescientos pesos por semana, más o menos, le
sacaba cada buzo a la sed atrasada de los josefinos.
El
Bacán se hipnotizaba viendo los trenes eléctricos de los escaparates y los
disparates de las muchachitas vestidas de barbies para que las niñitas se
retrataran con ellas, y todo eso en una misma ventana de las grandes tiendas
vendedoras de juguetes. El Bacán le pedía al Niño varias pistas de esas en
donde los carritos se mueven solos y platillos voladores de esos que sólo les
falta un marciano vivo adentro, y los cientos de modelos de armas letales en su
acepción infantil, de esas que familiarizan al dedo con el gatillo. Única lo
tiraba del brazo para poder seguir adelante, y...
-¡Cómo
se te ocurre pedirle eso al Niño... chiquillo! ¿No ves que él es muy pobre?
Imaginate la congoja en la que lo vas a poner, porque de esos juguetes hay muy
poquitos y están ahí desde hace días que nosotros no venimos; a lo mejor ya los
pidieron... Además, el niño se adelantó este año, ¡no ves que allá nos fue a
dejar a Momboñombo para que nos haga compañía!, y bien que te gusta hablar con
él... verdá, y que te cuente cuentos en la noche, y que te enseñe palabras
nuevas, porque es muy sabido el Momboñombo, ahí donde lo ves, él se sabe muchas
cosas y a mí me gusta que te las enseñe... total, ¿para qué querés vos esos
chunches raros?, allá tenés tus libritos y tus revistas y el teléfono que el
Niño seguro mandó para vos, y vos ni gracias le has dicho...
El
Bacán se iba no muy convencido de tanta bondad, pero al menos lograba una bolsa
de trocitos de mango con limón y sal de los que vendían los vendedores
ambulantes. Al llegar a casa le contaba a Momboñombo lo que había visto y las
razones del Niñodiós para no regalarle una calle de carritos de los que se
mueven solos.
-Un
día de estos podés ir con nosotros a verlos, ¿verdad? Pero Momboñombo Moñagallo
estaba decidido a no salir nunca más del basurero. Le daba vértigo sólo
imaginarse caminando por las calles de San José, máxime después de lo que le
había pasado en Río Azul el día que se desmayó. Estaba irreconocible con su
barba de casi tres meses, la mugre de su piel, el cabello encanecido y el
sombrero de lona que lo protegía del sol, pero aún así temía encontrarse cara a
cara con algún antiguo conocido y verse en la embarazosa situación de explicarse.
Temía también pasar por los lugares de toda una vida y hallarlos ajenos ya;
sentir que entonces con nada se identificaba, más aún con la rapidez con que
cambia San José, derribando el patrimonio histórico cada vez que hace falta un
parqueo o una galería de tiendas. Pensaba en lo absurdo de ir por las calles
tratando de reconocerse en los cines que solía visitar, o en los supermercados
donde compraba cigarros...
-¡Por
cierto...! Cuánto tiempo tendré de no fumarme un cigarro... pero ni una chinga.
Aún
no había aprendido a reciclar los cigarros que llegaban en cantidades
industriales al basurero, como lo hacían sin ningún reparo el Oso Carmuco y los
demás muchachos de abordo. El Oso recogía las chingas de cigarros, las estiraba
lo más que aguantaran sin romperse, las golpeaba por el filtro para asentarles
el tabaco y finalmente, las ponía a secar al sol sobre una lata de cinc del
techo de su casa; después de un rato ya estaban listas para fumarse, manchados
hasta el amarillo y con un sabor agrio que se sentía con sólo oler el humo que
expelían. Momboñombo no fumaba mucho, pero le gustaban los cigarros enteros en
primer lugar, secos en segundo, nuevos de ser posible, y una serie de
calamidades que dieron al traste con la infinita paciencia del Oso Carmuco que
lo mandó a fumarse 'a la chinga de tu mama, porque lo que soy yo no te vuelvo a
ofrecer'.
-¡Hasta
el vicio se le olvida a uno cuando se le va entre la basura!
Y no
fue a San José por más que le rogó El Bacán que los acompañara en los viajes
que por la época se hacían más necesarios debido a que la cantidad de basura de
esas fechas era a veces el triple que la de los días corrientes. Llegaban
cientos de botellas, miles de latas de cerveza y objetos extraños que algo
tenían de retribuciones inconscientes de algunas personas al ciclo de las
cosas...¡un estuche de anteojos, bueno bueno!, ¡una valija llena de ropa de
hombre!, ¡un pasaporte!... cosas raras, cosas que no estaban destinadas a la
basura pero que habían resbalado en un descuido hasta el país de los buzos,
como decía Única que se le había resbalado a Dios su angelito en un descuido y
por suerte había caído ahí.
Todo
eso había que correr a venderlo a San José antes de que se pusiera viejo o se
lo comieran las cucarachas, y siempre se iban en sacos pesados, que no por
pesados hacían que Momboñombo se animara a ayudar a llevarlos. Única tampoco se
lo pedía; en parte pensaba que el hombre estaría más seguro en casa que
expuesto a la tentación de la urbanidad de la superficie a donde, de alguna
manera, no dejaba de pertenecer. Pero la naturaleza doble del viejo se
unificaba cada día más a fuerza de no ejercer su antigua profesión de funámbulo
sobre la cuerda floja de la normalidad. Sólo un golpe muy fuerte lo haría salir
de ahí, sólo un revés más en su historia de arrevesado lo pondría de nuevo en
las calles de esa ciudad de donde había salido en la pompa fúnebre de las cosas
que se mandan a morir sin cortejo a las profundidades viscerales del olvido.
La
actividad era de hormiguero y los buzos llevaban encima cargas sesenta veces
superiores a su propio peso, en largas hileras por la cuesta de la colina,
todos segregando el almizcle que los guiaba sin distracción en su trabajo
sordomudo de desmoronar aquel gigantesco pastel servido en el centro de la mesa...
de la meseta central. Indistinguibles e inconfundibles, ennegrecidos, con seis
patas cuando entre tres bajan un estañón de basura de un recolector, entrando y
saliendo de los agujeros de sus tugurios, con antenas cuando el viento les tira
los cabellos alargados, revolcándolo todo porque siempre puede haber algo
utilizable, fieros con los extraños pero indiferentes a la vez, inamovibles de
sus tareas, hábiles para el asalto al lomo de los recolectores que aún no
llegan a la cima para escudriñarles las cargas, con ventaja sobre los que
esperan arriba. Pero pueriles a ratos, también en Navidad cuando el encanto de
un juguete los sustraía un instante de la cadena perpetua de la miseria, cuando
una gaseosa llegaba intacta a sus manos y se la bebían de un sorbo, orgullosos
de su suerte.
El
basurero se ponía peligroso por esos días de tránsito desenfrenado repartido
entre los buzos en propiedad, los viejos en el oficio, y los interinos, los que
llegaban sólo por un tiempo durante la temporada alta y luego se perdían como
por artificio. No cabía ni un alma más porque hasta la materia volátil del alma
tenía que disputarse su espacio con los flatos del botadero.
Única
había desarrollado un método de precaución desde la infancia de El Bacán: se lo
amarraba a la cintura con una cuerda de unos dos metros de largo para poder
distraerse ambos buceando sin el temor de perderse entre la muchedumbre,
siempre atentos sin embargo, al más mínimo estímulo de su cordón umbilical de
nylon, un tirón, un enredo entre los pies, el frecuente desacierto de avanzar
en direcciones opuestas que siempre daba con Única en el suelo arrastrada un
par de metros hasta que El Bacán se percatara de que traía a su madre en tan
lamentable posición y se revolcara de la risa de ver a la vieja con los brazos
cruzados arrastrando el culo por entre la basura... era un juego también.
Entre
una caja de cartón llegó a manos de Momboñombo un queque de navidad de esos con
frutas secas, semillas y un ligero olor a licor; estaba casi intacto salvo por
un mordisco que a juzgar por sus dimensiones, debía ser de perro, "en
alguna casa alguien habría dejado a un inmenso pastor alemán adentro cuidando,
sin tomar la precaución de guardar el queque en el horno o en la
despensa", se imaginaba Momboñombo camino a casa a guardar su delikatessen
para después de la cena, para sorpresa de Única y desilusión de El Bacán, que
creyó que se trataba de otro de sus cumpleaños. La ocasión mereció que Única se
tomara la molestia de bajar hasta la pulpería de Río Azul a rebuscarse un litro
de rompope para acompañar el queque, porque...
-Un
lujillo de vez en cuando no se le niega a nadie y por dicha este mes trabajo no
ha faltado... mientras uno tenga fuerza pa'l quehacer... Ah, a nadie le falta
Dios.
Y
hubo cena de navidad en la intimidad del hogar. El Oso Carmuco dio misa como a
eso de las nueve de la noche frente al portal, que hubo de ser trasladado para
que no lo arrollaran los buzos en estampida que pasaban día y noche en llevando
y trayendo. El Oso venía repitiendo su misa de veinticuatro en veinticuatro,
hablando siempre del rey Herodes, de la huida a Egipto, de Jesús en el templo
con los sabios y María y José vueltos locos buscándolo por toda parte...
-Porque
así es como se pierden los chiquitos, en un descuido y un sátiro se los lleva a
un cafetal y después aparecen sin riñones...
-¡Dios
guarde, Oso Carmuco, ni diga eso!, apuntó Única.
-Pero
es que así pasa doña Única, es que usté no lee los periódicos porque le da
miedo de sólo imaginárselo, pero los sátiros ahora hacen esas cosas... yo no sé
para qué quieren los riñones de los chiquitos, pero eso decía el periódico.
Después,
cada uno se fue por su lado porque los de abordo no habrían podido cenar como
de cuando en cuando con tantísima gente rondando el lugar. El Oso Carmuco se
fue con sus amigos, quién sabe dónde y bajo protesta de las señoras, porque...
-Esos
le consiguen mujeres al padrecito y es pecado eso y más en esta época...
-Sí,
yo los he visto, se lo llevan con unas sinvergüenzas de esas que andan todas
peladas y para eso sí se quita la sotana, la deja bien guardada y se va en
pantalones, como un hombre cualquiera. Y siempre lo emborrachan, porque donde
lo ven tan bueno se aprovechan, por eso a mí no me gusta que el padrecito se
vaya con esos, pero como él dice que no hay que juzgar a la gente...
-Y no
sea que lo traen borracho, es que después pasa hasta una semana y quince días
que no se le baja la mica y hay que ir a hacerle oración a la casa para
espantarle a Satanás que donde lo ve tan bueno lo quiere echar a perder...
Unas
pocas de las de abordo solían asistir a una de esas tantas iglesias populares,
de garaje o de carpa de circo donde no se les daba acceso a la palabra pero las
convencían de que lo tenían. Luego las enviaban a sus respectivas comunidades a
propagar la fe y a recoger limosnas para el 'culto', por eso pululaban las
sucursales de los aspirantes al lugar de la palabra... un día a la vez... cada
una hablaba un ratito y se iban pasando el churuco hasta que todos los
asistentes habían pasado al frente a dar testimonio de lo que fuera, pero con
toda seguridad, a ser escuchados así fuera tres minutos; tres minutos que
valían el esfuerzo de la cuota, la limosna, el donativo, el poquillo de plata
que de por sí se gasta en cualquier cosa. Y el pastor, cada día más próspero y
más bueno, les encomendaba la misión de ir en su nombre al basurero donde
vivían a pregonar la obra del Señor, claro, con centro de operaciones en la
carpa de circo o en el garaje alquilado por ahí.
Única
nunca se dejó convencer porque para ella "un padre era aquel que se vestía
como padre y vivía corno padre, no esos que se confunden con cualquiera y lo
único que quieren es plata..."
Los
tres se retiraron a su casa y sólo se llevaron a la Llorona con ellos porque la
pobre ni sabía que era Navidad y a Única le daba lástima que pasara nochebuena
sola con su muñeco en su ranchito. Hicieron cena, como cuando Única era joven y
vivía con su madre, o cuando Momboñombo era joven y vivía con su familia,
bueno, casi como en aquel entonces; pero para Momboñombo la cosa era más lejana
aún que para Única, porque ella había seguido celebrando año a año, pero él
había aprendido a pasarla sólo, vigilando en alguna construcción o en la
biblioteca, o donde fuera, pues en esas fechas siempre pagaban mejor los
servicios de un vigilante. Para él fue un poco extraño eso de celebrar la
Navidad como en familia y ver a El Bacán desenvolver los regalos reciclados y
recibir él un regalo también "de parte de Única Oconitrillo para Momboñombo
Moñagallo", como se lo dijo ella a falta de tarjeta y caer en la cuenta
de que él no le había buscado nada a ella, sólo le había ayudado a buscar los
regalos para El Bacán, y sentirse un miserable sin sentimientos, y disculparse
de lo imperdonable porque peor que el reclamo que no llegó era que Única
auténticamente no esperaba nada a cambio de su regalo... "El año próximo,
el año próximo sin falta..." se juró Momboñombo.
El
treinta y uno, igual que la Navidad, fue a dar con sus trescientos sesenta y
cinco días encima a la basura.
Los
años también se botan cuando se ponen viejos, no hay de otra, o se botan o nos
aplastan. Solo se deja uno unas cuantas cosas que lejos de pesarle le aligeren
la carga, por eso hay que ir botando el lastre para no zozobrar al final, sino
encallar suavemente en alguna playa serena de la muerte.
El
treinta y uno trajo la esperanza de que el basurero se cerraría ese año del
Señor de mil novecientos noventa y tres al llegar al final de su vida útil, y
como ya no era posible tirarlo a la basura como habría sido lo más oportuno, se
hablaba de su clausura como única alternativa posible. Se hallará otro sitio y
ahí, poco a poco el botadero de Río Azul se iría desintoxicando con el tiempo,
aseguraban ellos, se le daría tratamiento y se iría reforestando el forúnculo
rioazuleño aunque no se supiera aún qué tipo de árbol estaría dispuesto a
crecer sobre aquel terreno movedizo y putrefacto.
-¡¡¡¡Feliiiiiiz
año nueeeeevooo!!!-, se dijeron los buzos sin haber estrenado jamás un año,
sino, haber vivido siempre de los harapos del tiempo con los que cosían la
camisa de fuerza de sus cotidianidades.
Hasta
el año nuevo llegaba viejo al basurero, desposeído de cualquier connotación de
novedad que pudiera encender en los buzos siquiera una agónica perspectiva de
cambio; nada se había modificado en veinte años, ni el flujo de los camiones ni
el reflujo de la gente. Buzos venían y buzos se iban, y unos cuantos, movidos
por quién sabe qué necesidades extravagantes como eso de vivir en familia, o
tener algo a lo cual llamarle 'mi casa', y cosas así, se habían establecido
para simular un vecindario, para tener un punto referencial en la vida e
identificarse con los valores que nos vendieron viejos con precio nuevo.
La
gente de Río Azul, San Antonio de Desamparados y los alrededores del botadero,
amaneció el primero de enero con la firme convicción de que el basurero se iría
por fin ese año... veinte años de estar soportándolo, viéndolo crecer y
viéndolo morir en una agonía infinita de cadáver palpitante y enfiebrado que
les llenaba las casas con sus estertores nauseabundos, obligándolos a vivir con
la perenne contaminación de toda índole, con las ventanas cerradas y su
auto-imagen venida a menos por la irremediable asociación del nombre de su
comunidad con el apellido del basurero. Se les convenció de posponer el cierre
del basurero planificado para ese primero de enero hasta tanto no se diera con
un lugar idóneo para el nuevo relleno, se les habló del amor al prójimo, del
amor a la Patria… "no pregunten ¿qué puede hacer la Patria por Río Azul?,
sino Río Azul ¿qué puede hacer por la Patria?"
Se
ratificó el acuerdo hasta el treinta de abril y el gobierno siguió adelante en
busca de un hogar para el relleno, pese a que cada nuevo objetivo pronunciaba
un NO categórico.
Cualquier
cosa podía andar huérfana por ahí, pero un relleno sanitario no. Era impensable
que siquiera una semana se pasara sin tener un olvidadero de lo inservible, y
menos aún cuando se trataba de los fantasmas putrescibles de las cosas.
IV
Sería
por la brisa fresca de esa noche, aquella ventisca que le refrescó el aliento
de indigestión milenaria al basurero, o tal vez por la lata de calamares
probablemente encomendada al descuido, que Única encontró en una de las bolsas
más cotizadas por los buzos, lo que sobrecogió a la pareja casi anciana.
Momboñombo Moñagallo, que siempre le había andado al amor por los ruedos, y
Única Oconitrillo, que lo había circunscrito a su manifestación materna desde
que se halló con El Bacán, esa noche no perfumada sino menos apestosa, se
miraron a los ojos largo rato, callados, bajo la luz de la lámpara de canfín,
que cuando había canfín les alumbraba sus soledades compartidas. Se miraron
hasta que Momboñombo le pasó el brazo por los hombros y la arrimó a su pecho y
ella se quedó quietecita, como sintiendo un afecto que ya había descartado
desde años atrás, como para sentirlo sólo unos segundos mientras se le
terminaba. Momboñombo Moñagallo le dijo algo que a ella le pareció muy bonito:
-Única, si yo hubiera sabido que habían botado una familia tan linda al basurero
para que yo me la encontrara, hace tiempo me habría venido para acá, en vez de
estar allá solo esperando morirme de un patatús.
Para
ella fue la confirmación de una esperanza que no había perdido del todo. Si el
basurero había sido pródigo con ella al darle un hijo, ¿por qué no habría ahora
de completarle la familia?
Los
casi ancianos se miraron otra vez, y se les hizo el milagro del amor reciclado
cuando encontraron en sus labios los besos que en toda una vida nadie ni
estrenó nunca ni botó para ellos.
El
Bacán se aproximaba en esos momentos, pero como aconsejado por su zopilote
guardián, se alejó sin hacer ruido y se fue a dormir a casa del Oso Carmuco.
-Oso,
hoy duermo aquí. Yo creo que mama Única y Momboñombo están haciendo cosas de
gente grande.
El
Oso Carmuco entendió. Le esponjó una buena caja de cartón y le prestó una
cobija; lo dejó acostado, buscó su Biblia y se fue a leer a la luz de una
candela.
Única
y Momboñombo entraron abrazados directamente al catre donde azuzaron a sus
cuerpos a embestir el amor o a morir en el intento... y ambos salieron airosos
del esfuerzo.
—¡Ay,
Momboñombo!, yo nunca tuve a nadie hasta que Dios me deparó a El Bacán, y a
estas alturas de mi vida le juro que ya no esperaba esto.
Única
había visto aproximarse a El Bacán y vio también cuando se devolvió a casa del
Oso Carmuco, sólo por eso estuvo tranquila en una pausa de madre que no se
había dado desde el día que él apareció en el basurero, con su graciosa carita
de insecto diciendo: "Bacán, Bacán".
Momboñombo
reconoció que él tampoco le pedía tanto a la vida y que seguro por eso se le
había hecho. Pero como estar del todo al margen de las morales heredadas es
imposible, el viejo no tardó en proponerle a Única matrimonio... "pa' que
nadie tenga nada que decir...."
-A los
viejos no nos luce perder el tiempo-, dijo Única, completamente decidida a
llevar aquello hasta las últimas consecuencias.
-Yo
le hablo mañana mismo al Oso Carmuco para que nos case aquí en la vecindad.
Momboñombo
Moñagallo jamás pensó que un buzo llegaría a unirlo en sagrado matrimonio, pero
la sola idea se le hizo simpática en el acto. Eso era lo más consecuente que
podía hacer alguien que se había precipitado al basurero por su propia
voluntad. Nada debían ellos a nadie y si a nadie le parecía indecente que
tantas personas vivieran sus vidas entre los desperdicios de los demás, menos
debía importarle a ellos lo que los de la superficie pudieran decir. En eso
estaba cuando también recordó que su remota consideración era absurda de cabo a
rabo, ya que aquello que le estaba dando nuevo sentido a su vida pasaría
irremediablemente desapercibido más allá de los lindes del mar de los
olvidados.
Amaneció
sin novedad, pero la pareja se quedó un rato más de lo acostumbrado en la cama;
después de todo esa sería -con mucho- toda la luna de miel a la que podía
aspirar el futuro matrimonio Moñagallo. El Bacán llegó a tiempo para el
desayuno, entró con el Oso Carmuco y ambos miraron con malicia a la pareja.
Única
Oconitrillo sólo soltó una carcajada que dejó ver en detalle el mecanismo
alambrado de su dentadura postiza y le dijo al Oso que llegaba como caído del
cielo...
-Así
es doña Única, como ya no servía en el cielo, me botaron aquí.
El
Oso Carmuco escuchó atentamente la solicitud de matrimonio de los ancianos un tanto
rejuvenecidos esa mañana.
Entre
todos le explicaron a El Bacán lo que aquello significaba y él se fue a sentar
directamente a los regazos de Momboñombo, lo abrazó y lo besó con todo y sus
barbas mojadas en el café de procedencias múltiples de Única. Ella se unió al
abrazo.
El
Oso Carmuco prometió un hermoso sermón sin disimular la emoción que sentía por
la primera boda que iba a realizar en su vida; apuró su café y salió a
prepararse.
Hacia
la tarde todo el basurero estaba enterado de la boda, desde los buzos pioneros,
hasta los más recientes, más recientes algunos que el mismo Momboñombo
Moñagallo, como los llamados "los novios", una parejita joven, muy
joven, que frecuentaba el basurero desde hacía un par de semanas. Entre todos
los llamaron los novios porque eso parecían. Se vestían ambos con unas
camisetas rosadas sin mangas, que quién sabe de dónde las habían sacado de puro
idénticas que eran, con el mismo defecto de fábrica sobre las costuras derechas
y el mismo corazoncito rojo del lado del auténtico corazón rojo; idéntico
bluejeans desteñido y agujereado a la moda, e idénticos zapatos blancos de
goma. También fueron invitados los conductores de los tractores, los
conductores de los camiones recolectores y los recolectores mismos, asimismo,
fueron invitados los vigilantes de la entrada del basurero y los cobradores de
las diferentes cuotas por pagar de acuerdo con la calidad y cantidad de la
basura.
La
boda se fijó para el lunes de la semana siguiente para tener tiempo de
organizar la celebración y el resto de los días sólo se habló de eso en el
botadero de Río Azul. Todos los vecinos del precario participaron del evento.
Única sacó su único vestido más o menos entero. Momboñombo sintió de pronto el
impulso de ir a la superficie a recoger, de lo que había sido su casa, su traje
entero y sus zapatos negros de cuero, pero fue sólo un impulso...
-¡Volver!...
¿y para qué diablos voy yo a volver?, como si necesitara algo de allá, como si
no fuera suficiente con lo que he encontrado aquí, mujer e hijo, techo, amigos
y cariño de sobra. De todos modos, aunque volviera, ya nada allá arriba tendría
sentido, con toda seguridad ya mi casa fue abierta y mis cosas tiradas a la
basura; en la de menos hasta me vienen a buscar aquí mis cuatro chunches,
porque a don Alvaro como que le urgía que yo me largara de ahí, como si el
cerdo ese no tuviera suficiente plata como para no poder dar unos días por el
alquiler de una pocilga. Y aún si todo estuviera allá tal y como yo lo dejé
¿qué?, ¿cómo podría volver yo? De sólo pensarlo me dan náuseas...
Volver,
buscar con qué abrir la puerta, mirar todo lo que ya me es extraño, revisar de
nuevo todo para ver qué nos sirve aquí, y lo que no nos sirve tirarlo a la
basura, es decir, traérmelo también... ¡qué absurdo!
¿Y si
me diera nostalgia por todo aquello? Pero eso es imposible, yo ya no soy de
allá. ¿Cómo podría yo reintegrarme a todo lo que dejé, vivir tranquilo ahora
que he conocido a esta gente maravillosa? ¿Cómo podría yo volver a tirar algo a
la basura?, creo que trabajaría sólo para mandarles cosas por el correo de los
camiones, esto para El Bacán: todos mis libros, esto para Única: todos los
perfumes y desodorantes que pudiera comprar con un mísero sueldo, esto para el
Oso Carmuco: todo lo necesario para su ministerio, esto para la Llorona: un
muñeco de esos nuevos que cualquiera confundiría con un bebé de verdad, plata
para los novios, para que ahorren y se casen algún día... ¿Y cómo podría yo
volver a tirar un desecho a la basura?, tirar por ejemplo los papeles del
excusado con su raya de mierda, si son de lo que más apesta aquí en el
basurero, porque nada es más hediondo que lo que el mismo cuerpo bota porque ya
ni él se lo aguanta. No puedo ni pensar tampoco en lo que haría con los
desperdicios de comida porque, como dice siempre Única, lo que aquí llega no es
que no sirva, no, no es eso, es que la gente ya se ha acostumbrado a tirarlo
todo por la mitad y por eso es que ella siempre tiene desodorantes, pasta,
cepillos de dientes, perfumes, toallas femeninas, café, polvillo para hacer
fresco... y como ella todo lo recoge y lo guarda en un solo frasco, los frescos
son siempre de varios colores y sabores. La gente, y yo lo sé porque yo fui
gente alguna vez, no sabe lo que bota cuando bota algo a la basura; es como un
acto mecánico, nada más ve que algo ya está por acabarse, lo agarra y lo tira
al basurero, todo revuelto, y tantas tantas veces se van cosas valiosas y se
pierden, como aquel reloj que se encontró don Serlindo la semana pasada y
vendió en veinte mil pesos. Y eso es por la costumbre esa de tirarlo todo al
basurero; es como digo yo, la gente tira algo a la basura y en ese mismito
instante lo olvida para siempre, por eso es que, a veces, hasta es medicinal
tirar algo a la basura, sobre todo si es algo que ha hecho daño, pero
igualmente, todo viene a dar aquí, todos los ríos dan al mar, y tantas veces
hasta las penas se reciclan sólo para que la gente las vuelva a usar... Si yo
volviera sólo me traería mis libros para regalárselos a El Bacán.
Entre
unos buzos y unos guardas socarrones del lugar armaron a martillazos una suerte
de altar desde donde el Oso Carmuco diría su sermón. Las esposas de los
recolectores recolectaron cuotas para regalarle a la feliz pareja lo que más
necesitara, que fue, por supuesto, un saco de arroz. Entre las mismas mujeres
del basurero convencieron a El Bacán de que se dejara rasurar sus barbas y
bigotes y cortarse el cabello, por lo que recobró como por magia el aspecto de
niño de su último cumpleaños. Un vecino de Río Azul que se enteró de la cosa,
le envió a Momboñombo un traje viejo con corbata y todo; le quedaba un tanto
estrecho, pero fue importante para darle ese toque de solemnidad que la ocasión
requería. Todos aportaron comida y alistaron los restos de licor que venía en
las botellas condenadas.
-Guaro
sí que no va a faltar-, les dijo Única a los buzos, -porque si hay gente que
traga guaro, esos son los ticos.
A El
Bacán le pusieron un traje entero que lograron reunir entre varios, con zapatos
blancos y pantalones cortos que dejaban ver el pelusal de las piernas del niño.
La
boda estaba lista para el lunes por la mañanita, pero hubo que postergarla para
el martes a la misma hora porque al Oso Carmuco le vino una fiebre de la
emoción, que lo tumbó contra su voluntad todo el día en su cartón. Pero el
martes, aún contra la sentencia popular de que ni te cases ni te embarques, ni
de tu casa te apartes, en la colina del botadero de basura de Río Azul, entre
la comitiva de zopilotes y el desfile de las moscas, la recolección de basura
de la capital se vio interrumpida por el cierre de los portones y el cese del
vaivén de los tractores. Como por artes de magia, la boda coincidió con la gran
huelga de los recolectores de basura que durante una semana tendría a San José
a punto de asfixiarse en su propia porquería.
Los
trabajadores del servicio de recolección de basura de la Municipalidad de San
José suspendieron sus labores el cuatro de enero y demandaron la compra
inmediata de diez unidades recolectoras más que al parecer, les habían ofrecido
desde febrero del noventa y uno.
En el
botadero, con vista hacia San José por el noroeste, a Desamparados por el sur,
hacia el verde sobreviviente de la colina por el este, la congregación de buzos
suspendió su trabajo para presenciar el acto solemne de la unión en matrimonio
de Única Oconitrillo y Momboñombo Moñagallo.
El
Oso Carmuco estuvo en pie a eso de las cuatro y media de la madrugada; temblaba
de frío y de emoción. Desde el feliz día en que había hallado aquel largo
vestido púrpura, la Biblia, y había decidido colgarse los hábitos encima, había
esperado algo así ansiosamente. Había realizado confesiones y absoluciones
entre los mismos buzos y había oficiado la misa de gallo, pero nunca había
casado a nadie. Tampoco había asistido a misa desde su lejana niñez, por lo que
recordaba muy vagamente el ritual.
A
Única, la flamante novia, la entregó Don Retana, un hombre muy muy anciano que
vivía cerca del precario, a quien Única visitaba de vez en cuando porque vivía
solo. Momboñombo ya esperaba de pie en el altar.
Don
Retana, pese a que había sido marinero y lo había visto todo en este mundo,
tuvo que disimular el asombro y una risilla desdentada al ver al Oso Carmuco
tan caracterizado en su uniforme.
-Hermanos,
estamos aquí reunidos para unir a este hombre y a esta mujer en sagrado
matrimonio. Ellos han decidido continuar sus vidas buceando a cuatro manos...
-¿Qué
es bucear a cuatro manos?, interrumpió El Bacán.
-Bucear
a cuatro manos es remendar a dos agujas.
-¿Y
remendar a dos agujas?
-Pujar
como uno solo.
-¡Ah...!
-Poneos
de pie.
El
Bacán llevaba un platito con los anillos que don Retana había donado a la
causa; habían sido de su propia boda y los guardaba entre sus cosas desde el
día de su viudez.
Los
buzos aplaudían y silbaban cada vez que el Oso decía algo pero ello, lejos de
molestar al cura, lo hacía sentirse orgulloso.
-Hermanos,
estamos aquí reunidos porque vivimos aquí y somos vecinos de Única y
Momboñombo.
El
Oso Carmuco tenía un leve recuerdo de que en las ceremonias se leían pasajes de
la Biblia y luego se comentaban, por lo que comenzó a leer el Antiguo
Testamento. Después de diez minutos de lectura no muy fluida, El Bacán
interrumpió para pedir permiso para sentarse.
-Podéis
sentaros en paz.
Cerró
la Biblia y prosiguió:
-Como
habéis visto, hermanos, Dios echó a Adán y a Eva del paraíso porque algo sucio
habían tirado por ahí; se comieron las manzanas prohibidas y dejaron el paraíso
lleno de cáscaras y de semillas; pero Dios envió a un ángel con una escoba y
los obligó a limpiar todo y a largarse, pero se tuvieron que llevar la basura
con ellos.
Después,
Dios les dijo que se tenían que ganar la comida con el sudor de la frente, por
eso siempre buscaban entre la basura, por si les había quedado algo qué comer.
Así pasó que cuando murieron dejaron la basura a sus descendientes y la basura
fue pasando de esa forma de mano en mano, hasta que llegó a este basurero y esa
fue la primera basura que hubo aquí, por eso es que nosotros buscamos la comida
aquí.
Estaba
en medio de su comentario, cuando un par de buzos adolescentes se pararon
detrás de él y le levantaron la sotana hasta la cintura dejando sus vergüenzas
al viento, lo que provocó una carcajada general. Todos estaban contentos, y celebraron
la broma gritándole al Oso "...mucha ropa, mucha ropa..." Él continuó
su comentario, pero le volvieron a alzar la sotana, entonces aprovechó lo que
estaba aguantando desde hacía rato y les soltó un sonoro pedo en la cara a los
bromistas. La congregación se revolcó de la risa un buen rato, a Única hasta
las lágrimas se le salieron de las carcajadas pero luego ella misma apeló a la
calma y ordenó a todos que se portaran bien, "porque aquello ya parecía
una fiesta de asnos"; lo decía sin poder dejar de reír.
El
Oso Carmuco deliró un buen rato más sin que nadie se percatara excepto don
Retana y Momboñombo, que pasaron viéndose con mirada cómplice toda la
ceremonia. Finalmente llegó a lo que todo el mundo sabe, y dijo:
-Señor
Momboñombo Moñagallo, ¿tomas a esta mujer como tu esposa, para protegerla,
honrarla y quererla para siempre hasta que la muerte los recoja en su camión
recolector?...-
-Sí-,
-¿En
serio te querés casar con esa vieja tan fea?... '
-Sí-.
-Y
Única le arrebató la pandereta que él había tenido en la mano toda la ceremonia
y le dio con ella en la cabeza.
Todos
volvieron a reír y ella alzó los brazos en señal de triunfo, a la manera de los
boxeadores.
-Y
tú, doña Única Oconitrillo, ¿tomas a este hombre igual de feo para lo mismo?
-Sí.
Momboñombo
le dio otro golpe con la pandereta.
-Bueeeeeno,
tal parece que este par de viejos se quieren casar... "Ja, jajá, ahora es
que no los caso, ahora es que no los caso!", se puso a cantar el oso
Carmuco, acompañándose con la pandereta y brincando, pero todos empezaron a silbarle
y a tirarle cochinadas del suelo.
Por
fin volvió a su lugar y dijo seriamente:
-Si
así lo hicieres, Él os ayude, si no, Él y la Patria os lo demande..., ya te
podés coger a la novia. -Y todos aplaudieron, gritaron, tiraron porquerías para
arriba y corrieron a abrazar a los novios y a echarles basura encima.
Una
vez terminada la ceremonia, el Oso Carmuco sacó una desvencijada guitarra que
guardaba desde antaño y se puso a cantar una ranchera en honor de los novios:
-"Dos
cooooorazooones se dierooooon, se dan, se darán la manoooooo..."
Momboñombo
estuvo a punto de dejar viuda a Única del ataque de risa que tuvo luego, en la embriaguez
de la fiesta. Los buzos comieron y bebieron y cantaron y folgaron, porque
mañana, de seguro ayunarían. El Oso cantó todo el día entre el zumbido de las
moscas y el ruido, y se sonrojaba cuando alguien lo felicitaba por el lindo
sermón de la boda.
El
Bacán jugó con otros niños, corrió entre los invitados, espantó a los zopilotes
a pedradas y lloró cuando fue reprendido por su madre por maltratar a los
animales. Única estuvo emocionada, igual que su esposo, durante la ceremonia;
de cuando en cuando le bajaba un par de lágrimas por entre los zureos de la
edad. Entre suspiros y agarrada de la mano de Momboñombo, repasó su vida en los
intervalos de seriedad de la ceremonia y pensó en su madre, Doña Tena, la del
diente prominente que sobresalía por su labio inferior, a la que cuidó con su
risible sueldo de maestra agregada todo el tiempo que le duró. Trató de
recordar a su padre pero no pudo. Recordó sus días de niña en zona rural y recordó
cuando abandonó el campo hacía más de cuarenta años, cuando la trasladaron a
Desamparados a terminar ahí su servicio docente. Su madre ya había muerto y no
volvió a ver a nadie de su familia nunca más.
Definitivamente
ese fue el segundo día más feliz de su vida porque a pesar de todo, nada se
podría comparar al día en que se halló con El Bacán y empezó a ser madre....
Ahora tenía completa a la familia.
La
ceremonia estuvo a punto de ser interrumpida por un grupo de policías que llegó
a averiguar por qué estaba cerrado el botadero a esas horas de la mañana;
creían los policías que se trataba de un nuevo bloqueo por parte de los
recolectores o los vecinos, por la presencia ya insostenible del basurero en
esa zona, o por el enredo de lo de la compra de las diez unidades, pero, al
menos esta vez no hubo necesidad de romper barricadas ni de dispersar por la
fuerza a los niños de la escuela del barrio ni a las amas de casa que solían
amenazar con agredirlos a escobazos. Los portones se dejaron abrir sin ninguna resistencia
porque nada tenían que ver con la huelga de los recolectores; si no llegaban
los camiones atiborrados de basura, tan lo mismo daba que hubiera o no acceso
al botadero.
Durante
la semana de la huelga, muchos buzos decidieron lanzarse a las calles de la
cuidad dado que los camiones y la basura, como si de repente un mar abandonara
sus playas, se habían ido, y el sustento había que ir a buscarlo donde
estuviera. Pero un buzo en las calles de San José es un marinero en tierra:
andaban todos mareados.
Las
lineales aceras y las calles irremediablemente rectas les daban a los buzos una
sensación de infinitud que los descompensaba. Una acera o la del frente no le
decía lo mismo a los buzos que a los ciudadanos; para ellos la red de calles no
implicaba ningún principio de orden, a veces se pasaban hasta una hora girando
en torno a la misma cuadra sin percatarse, a pesar de que conocían bien la
ciudad. Cruzaban cientos de veces la misma calle, de una acera a otra, de una
acera a otra, sin mayor preocupación por los vehículos que los lapidaban a
bocinazos; se metían a los establecimientos para nada, daban una vuelta dentro
y, o salían por sus propios pies, o los echaban a empujones, porque sus
esquemas de circulación estaban programados de acuerdo con el terreno
quebradizo del basurero sin calles ni aceras, ni semáforos, ni gentes de las de
la superficie. Al caminar en un espacio abierto, los buzos reproducían los
límites del basurero y los pasos que allá debían dar para revolcar varias veces
en el mismo sitio. Cruzaban las calles, caminaban en círculos con la manía como
de gallina, de remover el suelo con los pies; varias veces caminaban
veinticinco metros y se devolvían, chocaban con la gente... Eran un desastre y
ni siquiera se percataban de que era de ellos de quienes los transeúntes decían
que estaban borrachos o drogados, o locos en el mejor de los casos; pero no
había nada de eso, sencillamente manejaban el espacio a partir de otras
coordenadas, su vista estaba especializada y su oído atrofiado. Su mareo de
tierra lo provoca el pavimento inamovible, su mirada extraviada de animal
salvaje puesto de pronto en la ciudad la provoca la búsqueda de objetivos que,
como pintados con pintura para detector láser, pasan inadvertidos para los
transeúntes que se los brincan, los esquivan, los detestan... pero no los ven,
y los buzos llegan a formar una unidad indisoluble con el bote de basura para
el que los ve comiendo directamente de la boca de un estañón de basura; los
buzos son eso con lo que nadie desea tropezar.
Al
cuarto día de la huelga de los recolectores, la Municipalidad de San José
inició gestiones ante otros concejos y el Ministerio de Obras Públicas y
Transportes para echar a andar un plan de emergencia para recoger la basura de
las calles de la ciudad. Se calculaban en dos mil las toneladas métricas de
basura que ya estaban evocando al fantasma de la peste y los vecinos de la GAM
seguían sacando la basura de sus casas a las aceras donde los buzos, los perros
y otras plagas la atacaban. Muchos dueños de establecimientos comerciales
optaron por alquilar servicios privados de recolección para deshacerse de su
basura. El operativo tuvo éxito... salvo el pequeño detalle de que nunca se
supo qué hicieron con la basura recolectada. La municipalidad adquirió vehículos
y trabajadores prestados quienes, bajo la custodia de la Fuerza Pública,
recogieron esa noche unas cuantas toneladas y el viernes ocho de enero llegó a
feliz término la huelga de recolectores, cuyo pliego de peticiones fue
aprobado.
Un
segundo después de recogido el último montículo de basura ya nadie recordaba ni
la huelga ni las calles atiborradas ni los humores de los desperdicios, todo
eso había sido enviado a Río Azul, al gran botadero, para el solaz y la salud
de los ciudadanos.
El
regreso de los camiones fue recibido con alegría en el basurero. Todo había
vuelto a la normalidad justo cuando se comenzaban a agotar las reservas de los
de abordo.
En
los periódicos atrasados llegó también la noticia de que el gobierno estaba
estudiando catorce sitios "ofrecidos por particulares y otras
entidades" para la ubicación del nuevo relleno.
De
las catorce finalistas, la comunidad de Orotina fue la primera en ser llamada y
desfiló en traje de gases lacrimógenos cuando la policía antimotines enfrentó a
unos mil quinientos vecinos que bloquearon, en señal de protesta, algunos
puntos de la carretera costanera que conduce a Quepos. Desde el sábado por la
madrugada, los vecinos colocaron camiones en Cuatro Esquinas y en Pozón de
Coyolar. Nadie se hacía a la idea de un relleno a la vuelta de su casa, ni a
eso de que la basura viajaría kilómetros en tren hasta el nuevo lugar de su
descanso eterno. Los gases lacrimógenos obligaron a los vecinos a refugiarse en
un salón a orillas de la carretera; luego se llegó a un acuerdo pacífico entre
llorones y policías. El sacerdote, presidente del Comité Cívico Contra la
Instalación del Relleno se quejó ante la prensa de haber recibido gases a
cambio de los refrescos que los vecinos le habían ofrecido a los policías y
aseguró que se estaban tomando medidas por si el gobierno insistía en colocar
ahí el basurero. A pesar de las imágenes de niños, mujeres y ancianos, además
de los hombres, afectados todos por los gases y alguno que otro empujón por
parte de la fuerza antimotines, jOrotina estaba en pie de guerra!
El
gobierno solamente dijo no entender la actitud de los vecinos de Orotina, pues
sólo se había sugerido el nombre como posible ganador, nada oficial aún... y
seguía en el misterio y el mutismo que tenía en vilo al país. Nada se decía,
nada de humo blanco... De vez en cuando alguna pronunciación a favor de
transportar la basura por la vía férrea. El Ministro de Salud aseguró que el
basurero sería instalado en una comunidad de la que nunca se había hablado, por
eso "nadie se podía quejar porque la propiedad no tenía caseríos cercanos,
excepto la casa de un peón", (claro que quedó en el misterio lo que habría
dicho, si se hubiera tratado de la casa de un millonario).
Las
finalistas pasaron una semana entera con el alma en un hilo; La Uruca, Orotina,
la preferida del jurado, Turrúcares, Turrúbares, Atenas, pero no fue sino hasta
el quince que Esparza fue la que quedó con la boca abierta cuando por decreto
fue electa Miss Nuevo Relleno Sanitario.
Los
vecinos de Orotina gritaron y lloraron -llanto natural, esta vez-, y se
congregaron en el templo para presenciar por televisión el discurso del
ministro en el cual se les confirmó la exoneración de sus terrenos como
depositarios de lo que nadie quiere en sus casas. El padre puso orden y dirigió
un acto religioso de acción de gracias por la intervención divina en los
asuntos del gobierno.
A eso
de las siete de la noche, unos mil quinientos vecinos de Esparza estaban en la carretera
Interamericana protagonizando un bloqueo, pero la fuerza pública ya estaba
desplazando ochocientos policías antimotines y esperaban igual número de
efectivos. El gobierno no estaba dispuesto a permitir la interrupción del paso
por esa carretera. Por su parte, los noticiarios no dejaban de instar a los
pobladores de Esparza a colaborar, a "deponer su actitud egoísta".
Pero el lugar había sido elegido sin ningún criterio más allá de lo lejano, un
par de kilómetros, de las poblaciones cercanas. El estudio de impacto ambiental
no se había hecho. El Presidente dijo, como quien no quiere la cosa, que el
estudio aún no se había realizado, pero que sus resultados serían positivos...
-¡Ves!-,
le dijo Única Oconitrillo a Momboñombo Moñagallo cuando él le leía las
noticias, -...sí hay estudio, pero está sin hacer...
Los
diarios del diecisiete de enero amanecieron con grandes titulares, pues la
violencia había estallado en Esparza. Las fuerzas de seguridad lanzaron contra
los vecinos granadas de gas lacrimógeno, e hizo su aparición un tanque- bomba
de agua, que seis meses atrás aún dormía el sueño de los justos en un rincón
del aeropuerto internacional. Veinticinco metros de altura desde su punto más elevado
llenaron de pánico a los vecinos que bloqueaban las calles. El tanque había
venido de Estados Unidos (¡Quién lo diría!), hacía cosa de veinte años, prestó
servicios de urgencia diez años en el Departamento de Bomberos del aeropuerto
Juan Santamaría y fue dado de baja. Pero fue descubierto por oficiales de
policía inspirados en los programas de televisión, y el gobierno le dijo:
"¡Tanque, levántate y anda!", además de una inversión de dieciséis
millones de pesos en su reparación, en la reconstrucción de su motor diesel de
ocho cilindros, la caja automática y reparaciones en la cabina para disparar
agua desde ahí, a través de una manguera muy gruesa, a cuatrocientas cincuenta
libras de presión. Cuando el tanque entra en acción, lo acompaña un vehículo
cisterna que lo reabastece con dos mil litros de agua.
Los
gases y el dúo dinámico de los carros de agua despejaron el área en cuestión de
ocho minutos. Los vecinos huyeron heridos, mojados, humillados y ofendidos, e
intoxicados por los gases al punto que fueron necesarias cuatro unidades de la
Cruz Roja para atenderlos; entre los perjudicados se contaban tres recién
nacidos, aseguraron los diarios. Un reportero que había venido cubriendo los
acontecimientos desde días atrás, aderezando las informaciones con criterios
personales no muy autorizados, fue alcanzado durante el enfrentamiento por un
proyectil contra su cabeza, y le removieron la sangre junto con sus
apreciaciones personales.
Todo
se lo leía en voz alta Momboñombo a Única, y ella hacía un esfuerzo sobrehumano
para compartir la preocupación con su marido, sin lograrlo del todo, en parte
porque ya se le había pegado el 'carpe diem' de los buzos desde hacía muchos
años...
-El
Señor proveerá, Momboñombo, no te pongás así. Vos sabés que así es todo en este
país, un pleito, un agarronazo y después todo sigue como si nada hubiera
pasado.
-De
acuerdo, Única, pero la diferencia es que hasta ahora nunca habíamos visto que
la policía utilizara esos métodos para dispersar a la gente, ¿no oíste?, no
eran criminales los que estaban protestando, eran los propios vecinos del lugar
y habían mujeres, niños y ancianos como vos o como yo, y los fumigaron a todos
porque de un día para otro les avisan que el nuevo basurero lo van a tener en
su comunidad, en Cabezas de Esparza, como quien dice, Única, en sus cabezas. Yo
te lo he estado diciendo, nos van a echar de aquí y no va a haber para dónde
irse. Pero aquí nadie me hace caso, todo el mundo está ahí esperando que pasen
los nublados del día y nadie se preocupa...
-Eso
de los nublados del día se debe al nuevo frente frío que amenaza al país...-,
apuntó El Bacán quien leía sin entender mayor cosa de un diario de esos días.
-Lo
peor de todo es que en este enredo de lo de la basura, todo el mundo tiene
razón y todos están equivocados. Mirá, Única, los vecinos de por aquí, de Río
Azul, San Antonio, Tirrases y todos esos, tienen razón, llevan veinte años soportando
esta barbaridad sin tregua...
—¡Ay!,
no seás ingrato Momboñombo, no le digás barbaridad, ¿no ves que aquí vivimos?-,
protestó Única.
-Tregua...tregua...tregua...-,
se repetía fascinado El Bacán.
-Sí
que le digo barbaridad, porque si no, decime ¿cómo se le puede llamar a eso de
vivir entre la basura?, y no me digás que es que yo no soy un buzo profesional
y que todo eso es porque todavía no me he acostumbrado... Pero bueno...
Después, por otro lado, cada día hay más basura y no hay dónde botarla y la gente
le exige al gobierno una solución inmediata y el gobierno dice que no hay plata
como para reciclar la basura, que sería lo más lógico...
-Lógico…
lógico... lógico...
-...Pero
sí hay plata para hacer un tanque- bomba del tamaño de un dinosaurio... Sí sí,
Bacán, ya sé, "Dinosaurio...Dinosaurio ...Dinosaurio".
Y ahí
siguió el viejo con su cháchara, hablándole a El Bacán porque Única ya se había
hastiado de escucharlo y se había ido a sus quehaceres. Tenían que
reorganizarse después de lo de la huelga de los recolectores, que además de
lograr su objetivo, había dejado que toda la basura de una semana se pudriera
en las calles de San José y, aunque pareciera un chiste de mal gusto, su hedor
era desagradable aún en el basurero.
Momboñombo
Moñagallo se estaba obsesionando con el tema del basurero; andaba malhumorado
esos días y comía menos ante los ojos preocupados de Única, que optó por
esconderle los diarios, pero llegaban tantos ejemplares cada día, que era casi
imposible que no los leyera.
-¡Es
que así son todos los hombres...entre más viejos más necios!...
-¡Te
oí, Única, te estoy oyendo!, pero el día que nos vengan a sacar de aquí y nos
pongan en media calle sin techo y sin sustento, vas a ver, y vas a tener que
decir...'Momboñombo tenía razón'; pero como uno aquí es como un muñeco pintado
en la pared... Pero vas a ver... esto de la basura se está poniendo color de
hormiga; por un lado, el gobierno no da el brazo a torcer: que reciclar
costaría un ojo de la cara, por otro, el Ministro de Seguridad promete mano
firme, por otro, los vecinos de Esparza dicen que van a seguir metiendo cabeza
hasta lograr algo, por otro, el resto de los ticos se pasa el problema por el
culo, por otro, todos dicen que el Presidente metió la pata, por otro, todo el
mundo está hasta el cuello con la basura, por otro, todas las comunidades zafan
el lomo cuando les hablan del relleno, finalmente, todos dicen que tendrán que
pasar sobre sus cadáveres para ponerles el basurero en su vecindario, y
nosotros estamos hasta la nariz de porquería... Como ves, Única, no se ha
quedado quién no tenga involucrada alguna parte del cuerpo en el problema.
-¡Momboñomboooooo,
callaaaaaate, ya no te aguantoooooo!- Y el viejo se levantó y salió del tugurio
refunfuñando y pensando que tal vez era cierto que aún no se había convertido
en un buzo auténtico, que todavía le quedaba un gramo de conciencia para
detenerse a pensar que lo del relleno en Esparza era una locura, que le saldría
carísimo al país, que aquello iba a parar en un montón de pequeños rioazules
por todo San José en los llamados 'centros de transferencia', que como explica
el periódico, es desde donde cada comunidad va a empaquetar la basura para
enviarla a la Estación del Pacífico donde nuestro desvencijado ferrocarril la
llevará a pasear por todo lado hasta llegar a Esparza, donde... ¡Como no se
venga otro terremoto y reviente el relleno y quede todo el mar lleno de
porquería..., o no se vuelque el tren...!, y... El viejo alzó la vista en ese
momento. Era ya tarde noche y había luna. Una luz pálida simulaba las
fosforescencias de las olas del mar conforme la luna cruzaba el basurero en una
lenta consumida de brazadas impasibles, que clarificaban la turbulencia y daba
la impresión de que se le podía ver el fondo al estanque de las ilusiones vanas
al paso de Selene desnuda. Momboñombo se quedó como hipnotizado viendo el
paisaje nocturno en la quietud de una de esas noches sin camiones recolectores
ni la ubicuidad de los buzos. Silencioso y sin luz artificial, hasta el
basurero adquiría cierto encanto apocalíptico donde miles de lucecitas
brillaban sin los colores del día... pálidas, como luciérnagas sin
intermitencia, igual que una lata de gaseosa o la envoltura de los cigarrillos,
o una moneda, o el tesoro sumergido de un galeón, recolector fantasma de las
basuras de los tiempos, navegando sólo para que la historia tuviera dónde botar
lo que le estorbaba.
Todo
brillaba diáfanamente atravesando con su luz el hedor, como con un filo sin
daga.
El
viejo contemplaba de cuclillas, luego avanzó un poco hasta uno de esos troncos
de playa desde donde se mira al mar, un estañón hundido a lo largo hasta la
mitad. Se sentó y se le apaciguó el espíritu. En eso sintió el abrazo de Única,
que había salido a buscarlo envuelta en su cobija. Antes de abrazarlo lo había
observado un rato. Se envolvieron ambos en la cobija y se quedaron mirando lo
que parecía ser un pesquero en la línea del horizonte. Ella se agachó a
alcanzar una lata de coctail de frutas que flotaba por ahí y se la llevó al
oído, después se la puso a Momboñombo en su oreja para que escuchara dentro el
eco de las olas...
-Dicen...-,
le dijo Única, -que si uno se pone un tarro en la oreja puede oír el ruido de
los tractores.
Él
tiró lejos el tarro y se besaron salobremente, como saben las bocas de los que
se besan en el mar.
Los
Moñagallo regresaron reconciliados con el mundo a su catre matrimonial a tratar
de dormir el resto de la madrugada para reponer fuerzas que serían necesarias
en la lidia del día siguiente.
Los
días se pasaban hasta de tres en tres sin que hubiera forma alguna de
enfilarlos en el mecanismo rígido de la semana, sobre los rieles de los meses,
o en la ruta de los años. Momboñombo siguió leyendo los diarios, pero trató de
hablar menos de la cosa, sobre todo con Única porque no quería hacerla sufrir,
no con el problema, pues nadie sufre lo que no vive y, definitivamente, Única
estaba tan al margen de la información, que lo que él le leía le parecía como
si se tratara de otro basurero, en otro país y en otro planeta. Pero enero no
se fue invicto... los vecinos de Esparza anunciaron que el documento legal
contra el relleno estaba casi listo y que eso significaría un recurso de amparo
en la Sala IV; también amenazaron con tomar fuertes medidas si el gobierno no
deponía el decreto.
Por
su parte, el gobierno había adjudicado la construcción del relleno a una
compañía extranjera, y a esas alturas ya se estaban iniciando los trámites para
iniciar los estudios de viabilidad del proyecto, con una inversión inicial de
entre cuatro y cinco millones de dólares, para una virtual vida útil de treinta
años del relleno, y para beneficio de los trece cantones de San José y cuatro
de Cartago; pero a costo de la imagen y los problemas ambientales, por
añadidura, de la comunidad de Esparza.
Para
un bando la cuestión se reducía a que algo había que hacer con la basura; para
el otro, que fuera lo que fuera no podía ser en nuestra comunidad, porque
además... "¿A cuenta de qué tenemos los espárzanos que tragarnos la basura
de San José y Cartago?, si ya tenemos suficiente con el mar, que lo tienen
hecho un basurero al pobre..."
V
Le
daba miedo... A veces le daba mucho miedo. Sobre todo cuando se le ocurrían
esas cosas mientras estaba buceando. También le daba mucho miedo cuando se
descubría a sí mismo después de un par de horas de buceo y se encontraba con un
extraño que había buceado automáticamente, mecánicamente, como se debe bucear,
como buceaban todos ahí, o casi todos, o algunos, porque como dicen que cada
cabeza es un mundo, tampoco podía él asegurar que nadie pensara en algo por
simple que fuera mientras buceaba. Pero él los veía a todos y en todos veía esa
misma expresión en la mirada, todos, todos, desde su Única Oconitrillo, hasta
el buzo que le resultaba más desconocido.
Ahora
podía distinguir entre un mendigo y un buzo sentados uno al lado del otro en
sus harapos: el mendigo alza automáticamente la mano con la palma' hacia
arriba. El buzo la baja con la palma hacia abajo y los dedos como
independientes, listos para agarrar. La mirada del buzo está conectada a su
mano-, la del mendigo está dirigida hacia aquel a quien apunta su súplica. Pero
en apariencia, los dos son idénticos, y como ambos son flora intestinal en el
aparato digestivo de la sociedad que poco a poco ha ido perfilando como su
cometido el fagocitarlo todo para después hacerlo mierda, el mendigo es una
parásita que espera paciente la savia, mientras que el buzo es una planta
carnívora que despide el aroma que atrae a las moscas, tomando sin pedir lo que
la gente desecha...
Pero
a Momboñombo Moñagallo le daba mucho miedo porque lograba intuir que estaba
elucubrando sus últimas ocurrencias, que poco a poco se le irían borrando los
recuerdos de la superficie y que cada vez iría incorporando más y más
comportamientos de los buzos, y el más alarmante era ese... el de bucear horas
de horas con la mente en blanco, con los cinco sentidos, uno en cada dedo,
aguzados a pensar con la mano que revolcaba entre la basura. La mano había
aprendido a ver con ojos de rata, a oler con percepción de zopilote, a degustar
con lengua de mosca, mientras allá arriba en su cabeza, el oído se cerraba con
la ignición del motor de los tractores, el olfato había muerto hacía varios
meses, los ojos dormían abiertos una suerte de vigilia de zombie, de la que
cada vez resultaba más difícil salirse. Se estaba volviendo cómodamente
autista durante las jornadas laborales y sólo de tarde, casi noche, le empezaba
a volver la conciencia cuando comenzaba a interactuar con su familia. Le
llegaban destellos de conciencia y se estremecía del miedo de haber muerto ya
hacía cinco meses y llevar ese tiempo de huésped del infierno; pero algo lo
hacía desechar su teoría: en el infierno no podía haber tanta ternura hirsuta,
ni cariño en bruto de parte de su esposa y su hijo, ni la amistad que le
prodigaban los pocos de abordo, ni la indiferencia de los muchos de los de
paso.
-Única,
me está empezando a picar el culo... Vámonos de aquí antes de que nos echen,
porque que nos echan nos echan.
Pero
ella siempre lo consolaba diciéndole que no empezara otra vez con eso, que no
los iban a echar, que ¿adónde irían?, que eso era el único hogar que El Bacán
había conocido en toda su vida, que ahí se quedaría la Llorona y nadie la iba a
cuidar...
-El
Oso Carmuco la va a cuidar... ¿O no te has dado cuenta cómo la cuida a veces en
su casa...?
-¡Ay,
qué Momboñombo este más mal pensado!, él lo que hace es que la confiesa y a
ella le gusta...
-¡Por
favor, doña Única Oconitrillo!, no me decepcionés... ¿Acaso no te has dado
cuenta de que la confiesa dos o tres veces por semana?
-¿Y
eso qué tiene de malo?
-De
malo no tiene nada, lo que a ella le gusta es la penitencia.
-Cállese,
Momboñombo, que lo va a castigar Dios por hablar así... Además, ella está loca
y favor que le hace si hace eso que estás diciendo.
Y
Momboñombo se mordió la lengua.
La
clausura del botadero estaba volviendo a ser noticia pero esta vez para
comenzar la marcha de su demora.
El
Presidente se había comprometido a que el nuevo relleno comenzaría a funcionar
el primero de junio y los vecinos de Río Azul a cerrar el viejo basurero el
treinta de abril; pero las reparaciones en la vía férrea, en el tren, en el
terreno de la finca en Cabezas de Esparza, y un sinnúmero de detalles y
millones de pesos, hacían previsible la imposibilidad de su cierre para esa
fecha.
Por
ese entonces atacó un segundo frente frío al país a menos de quince días de
concluido el anterior que registró temperaturas de hasta trece grados
centígrados en el Valle Central y, de nuevo, El Bacán se quería volver al revés
de los ataques de tos. El frío le afectaba y le debilitaba sus ya de por sí
débiles pulmones. Única se pasaba la noche en vigilia friccionándolo con los
ungüentos rancios y los bálsamos añejos que recogía, pero El Bacán sólo lograba
dormir si le calentaban el pecho con agua casi hirviendo en una bolsa de hule
para ese efecto, que llegó sin su tapa al basurero.
Única
se las ingeniaba para taparla con un tapón de corcho envuelto en un pedazo de
plástico asegurado con ligas, pero una vez el tapón había cedido y a eso se
debía la cicatriz de quemada sobre el hombro derecho del niño, desde entonces
había que esperar a que estuviera muy cansado ya para ponérsela sin que se
negara.
A
Única también le afectaba el frío, pero en sus piernas, y a veces hasta pasaba
renca durante todo un frente frío sin dejar por ello de bucear a diario.
-Hasta
el frío nos jode en este lugar... ¡Quién lo diría, que en el mero infierno
íbamos a tener que calentar agua para un resfrío...!
Pero
la responsabilidad de cuidar a la familia inyectaba nuevas fuerzas en el
aprendiz de buzo. Era como si eso lo sacara del letargo en el que caía los más
de los días, idénticos a sí mismos como latas comprimidas.
El
año había empezado frío, como con ganas de seguir en las mismas del anterior;
pero durante febrero, el tema del basurero iba dejando de ser febril. Se
hablaba más de las posibilidades de reciclaje, pero sólo a un nivel meramente
teórico, con esas cifras que nadie puede entender, como eso f de que en Costa
Rica se desperdician tres millones de botellas plásticas por mes... ¡Treinta y
seis millones de botellas plásticas al año...coño! eso quién lo entiende,
porque nadie las puede ver todas juntas. También se hablaba de la cloaca a
cielo abierto en lo que se habían convertido las redes hidrográficas de la GAM,
y de los ríos María Aguilar, Virilla, Torres, Tiribí, Segundo, Grande, Ocloro y
Tárcoles, así como las quebradas Lantisco, Negritos, Bermúdez y Rivera, que
cruzan Alajuela, Heredia y San José, que sencillamente estaban agonizando. Todo
tipo de desechos iban a parar a ellos sin reparo alguno: llantas de autos, la
mierda de todos, las mides del café de las industrias cafetaleras que
significan el sesenta por ciento de la contaminación fluvial, los desechos
químicos, los casi mil galones de búnker, que en un accidente fueron a parar a
la quebrada Rivera y provocaron un incendio... ¡se nos quemó un río!...
Todo
ello hacía pensar a Momboñombo que cualquier parte del país a donde huyera con
su familia sería igual que estar en casa, porque al fin y al cabo, todo el país
se estaba convirtiendo en un basurero y no había ya ni un solo habitante que
pudiera jactarse de no tener algo de buzo aún en lo más íntimo de su
corazoncito, porque todos, absolutamente todos, nos vemos obligados a bucear en
las profundidades del humo de los escapes en busca de un poco de aire para
respirar; todos, absolutamente todos, nos vemos obligados a bucear en las
profundidades de las aguas contaminadas en busca de algo de beber; todos,
absolutamente todos, nos vemos obligados a bucear entre los alimentos
contaminados de agroquímicos y plaguicidas en busca de algo fresco de comer;
todos, absolutamente todos nos vemos obligados a bucear entre la basura que
hablan los políticos en busca de una actitud sincera que reflexione
auténticamente en lo que nos estamos conviniendo vertiginosamente. Pero ya
estaba llegando el momento en que Momboñombo Moñagallo olvidaba casi
inmediatamente las ideas que le venían a la cabeza; a menudo le sucedía que en
el instante mismo en que iba a enunciar alguna de sus reflexiones, ésta se le
enmarañaba en la lengua y terminaba por no decir nada más que un enredo de
murmullos que se callaban cuando Única se desesperaba y le gruñía un "dejá
de hablar con el diablo, carajo.", y surtía el efecto de un exorcismo porque
el viejo como que reaccionaba y se le ordenaban un poco las ideas.
-¡Cada
día me vuelvo más bruto!...
-Mejor,
así se sufre menos...
Pero
mal consuelo era atisbar que ya no llegaría a encontrar entre el basurero de
las palabras, la poesía reciclable de decir simplemente que no estaba de
acuerdo en reducirlo todo, naturaleza y todo, a la mínima expresión del desecho
irretornable.
Momboñombo
Moñagallo se propuso hacer algo antes de que el gran botadero se tragara
también su conciencia; se propuso salir de ahí, sacar a su familia, dar la
lucha, erradicar el buceo... en fin, se estaba poniendo senil.
No
escatimó esfuerzos por explicar la situación a los buzos de la manera más clara
posible. Sin embargo, y por más que todos insistieran en que sí comprendían la
cosa, algo en sus caras, o más bien en sus ojos, no dejaba de preocuparlo.
Ellos no estaban entendiendo lo grave de los acontecimientos; para ellos la
cosa se limitaba a una rabieta más de la comunidad de Río Azul y como siempre,
la policía llegaría a poner todo en orden y ya, todo en el basurero volvería a
su inmundo cauce.
Momboñombo
decidió dejar de hablar y comenzar a escribir. Él nunca le había escrito una
carta a nadie ni la había recibido de nadie. Había leído, eso sí, la
correspondencia escogida de Hesse, alguna que otra carta que escribiera o recibiera
Neruda y una carta por ahí y otra por allá de las que circularon entre los
literatos, por lo que tenía en alta estima el arte de la correspondencia, pero
él nunca había escrito ni siquiera un telegrama, lo cual no fue óbice para que
tomara algo del dinero reunido en esos días y se dirigiera a la pulpería.
Volvió con un cuadernillo escolar de veinte hojas de caligrafía, porque no
había otro, y un lapicero azul; se acomodó en casa del Oso Carmuco porque ahí no
llegaría El Bacán a interrumpir ni a demandar atención y porque el Oso Carmuco
había rescatado hacía tiempo un escritorio de madera de esos que usaban antes
en las escuelas y que ahora son cotizados o por los coleccionistas de
antigüedades, o por los recolectores de basura. Se sentó cómodamente en una
silla improvisada y escribió algo así después de la fecha:
"Estimado Señor Presidente de la República: Muy respetuosamente
le mando esta carta para ponerlo al tanto de un gravísimo problema que usted ya
conoce.
Mi nombre es Momboñombo Moñagallo, o mejor dicho, mi nuevo nombre,
pues lo uso desde el día en que me vine a vivir aquí al precario de Río Azul
entre la comunidad de los buzos.
Nunca antes había escrito una carta, ni una carta ni gran cosa. La
ortografía va de memoria, eso si todavía no me falla, y las oraciones ahí van,
como Dios quiera.
Por lo que he estado leyendo los últimos meses de la clausura del
basurero, me veo en la necesidad de hablar en nombre de los que
conformamos la comunidad de los buzos. Como usted ya sabe, habernos cientos de
personas que vivimos de lo que la gente bota a la basura y aunque como dice
doña Única, mi mujer, que más de la mitad de lo que la gente bota no es basura,
sea como sea, la verdad es que nosotros vivimos de eso.
No es
que nos opongamos al cierre del basurero, no estamos ni a favor ni en contra,
sino todo lo contrario.
Nosotros
estamos de acuerdo con los vecinos de Río Azul y San Antonio de Desamparados,
ya aquí no se puede vivir de la hediondez y el mosquero. Pasamos enfermos todo
el tiempo, El Bacán, mi hijo adoptivo, padece de un asma que ni para qué le
cuento, a veces no nos deja dormir de los ataques que le dan, y eso es por
vivir aquí en el precario porque nunca hay aire puro para que corra y juegue.
Mire, Señor Presidente, yo nunca había padecido de nada, sólo una vez tuve una
gravedad pero eso fue hace muchos años y ya ni me acuerdo de qué fue, pero
apenas me vine a vivir aquí padezco de los bronquios que es un gusto y me salen
salpullidos por todas partes y eso es porque aquí el aire es malsano.
Entonces,
para que usted vea, soy de la opinión de que el basurero hay que cerrarlo, pero
es que no es ese el problema, el problema es que, y no sé si usted ya se ha
puesto a pensar en eso, el problema es que ¿qué vamos a hacer nosotros?, ¿de
qué vamos a vivir cuando el basurero lo cierren?, porque sería muy fácil decir
que es que nos vamos a cambiar de casa, que ahora vamos a vivir en Esparza o en
Puntarenas, o donde pongan el basurero, pero como usted sabe, porque lo dicen
los periódicos todos los días, el basurero va a ser privado, o sea que lo más
público del mundo, que es la basura, ahora resulta que va a ser privada y dicen
que no nos van a dejar ni vivir ahí, que sería mucho mejor que aquí porque el
mar está cerca y el aire del mar es bueno para los bronquios, ni nos van a
dejar ir a bucear allá, y es que no es ese el problema, el problema es que si
existiera otra cosa que nosotros pudiéramos hacer para ganarnos el pan, pero
mucha gente aquí no sabe ni leer ni escribir ni hacer otra cosa que rebuscarse
una platilla con lo que se encuentran en el basurero. Yo le escribo esta carta
porque aunque usted dice que el basurero de Río Azul está tan sólo a cinco
kilómetros de Casa Presidencial y que ahí no ha pasado nada, tal vez usted no
sepa lo difícil que es para nosotros ganarnos el pan. Los que vivimos aquí
tenemos que aguantarnos el mal olor y las cochinadas de los zopilotes, las
moscas y las cucarachas que son peores, porque por lo menos las moscas duermen,
pero las cucarachas trabajan jornada continua y hay de noche y de día. Y los
que bucean por las calles de San José, no solo se tienen que aguantar que de
todo lado los corran porque riegan la basura, sino que también viven respirando
el humo de los carros y esa es otra porquería que enferma a la gente.
Mire,
Señor Presidente de la República, el caso es que no está bien que hayamos
personas que tengamos que vivir entre la basura, pero tampoco es el caso de que
a todos nosotros nos dejen morimos de hambre ahora que la basura va a estar en
manos de la empresa privada. Yo he oído eso de que la empresa privada produce
libertad y no estaría nada mal que nos liberaran de vivir aquí como presos,
porque nuestra única falta es haber nacido pobres, pero tampoco se puede decir
que uno es libre si se está muriendo de hambre. Yo he leído muchas veces eso
que dijo San Guineti de que donde hay un costarricense, esté donde esté, hay
libertad, y será que yo no soy muy religioso que digamos pero yo a ese santo no
lo conozco y por eso me atrevo a contradecirlo, porque aquí habernos muchos
costarricenses y ninguno es libre, todos pasamos más penurias que los que están
en la peni y todos somos más esclavos de lo que usted se imagina, es como si
estuviéramos amarrados de pies y manos a este basurero y ahora que los
periódicos dicen que lo van a cerrar, imagínese usted, es como si de pronto
Dios mandara a decir que va a cerrar el mundo y que lo va a pasar para Marte,
imagínese usted, qué haríamos nosotros. Usted me podría decir que ya hay
cohetes para ir a Marte, pero y si el mundo que van a abrir allá fuera privado,
¿qué? Porque nosotros también tenemos pies como para ir caminando hasta el
nuevo basurero, la cosa es que si no nos van a dejar entrar ¿para qué nos
sirven?
Yo soy un caso aparte, yo me vine a vivir aquí en parte porque me dio
la gana, yo me boté a la basura, pero aquí hay tanta gente, como El Bacán, por
ejemplo, que nació aquí y este es el único mundo que conoce. ¿Qué va a hacer El
Bacán?, lo único que él sabe hacer es leer, ¿de qué va a vivir cuando le faltemos Única y yo? Y así hay tanta gente que sólo
vive de lo que los demás botan que yo francamente no sé qué va a pasar. Yo les
hablo, pero no sé si me entienden, yo les digo que tal vez hablando con usted
algo se pueda hacer, yo les digo que yo hasta conocía su papá, que tal vez
usted me quiera escuchar porque aunque estemos tan cerca de la casa
presidencial yo sé que hay cosas que no se ven si uno no afina el ojo y cosas
que no se huelen si uno no afina la nariz.
Tal vez lo que nosotros necesitemos
también sea una de esas famosas movilidades laborales de las que tanto hablan
los diarios, para que nos pongan a trabajar en otra cosa y nos den garantías
sociales, porque por aquí no se arrima nunca un médico ni un trabajador social,
aquí no se arriman ni siquiera esos panderetas que andan en los buses
hablándole a la gente de la perdición de sus almas, mientras hay aquí cientos
de almas que se están muriendo pero de hambre y de asma. Tal vez si usted nos
consiguiera trabajo en otra parte donde nos enseñen a hacer algo útil, claro, y
mientras nuestros niños pueden ir a la escuela, y que nos den una casita
humilde pero por lo menos mejor que los cartones y las latas de cinc en las que
vivimos, y entonces si quieren privatizar la porquería que la privaticen, pero
sin dejarnos sin sustento a todas las personas que vivimos aquí.
Usted podría pensar que qué nos va a poner a hacer, si no sabemos
hacer nada y que cómo nos van a dar casitas a nosotros que todo lo destrozamos
para venderlo; pero piense primero que nada de eso lo hemos hecho los pobres
por malos que somos o por mal agradecidos, no, cuando un pobre hace eso con la
casa que le regalaron, es sencillamente porque no sabe hacer otra cosa, eso lo
hace como por un instinto pero no natural sino aprendido, yo sé que no hay
instintos aprendidos, pero le pongo el ejemplo porque yo creo que así es como
funciona la cosa, como un instinto aprendido. Pero si usted nos consiguiera
buenas condiciones para que no tuviéramos que hacer esas cosas, yo le garantizo
que algo bueno podría salir de todo esto, sobre todo porque toda esta gente de
aquí es gente que si se adaptaron a vivir entre la basura, ya no hay a qué no
se puedan adaptar y es sólo un poquito de educación lo que necesitan. Yo que ya
llevo varios meses viviendo entre ellos le podría ayudar, con mucho gusto, a
ver por dónde comenzamos a educara esta gente, porque son buenas personas, lo
malo es que se visten muy feo y no se bañan y huelen muy mal, aunque ya a mí no
me huelen a nada, pero eso no es culpa de nosotros porque aquí ni agua hay,
pero si usted los conociera vería que yo tengo razón y que no es justo que
hayan gentes que tengan que vivir así. Lo demás me gustaría decírselo
personalmente, por lo que espero que usté nos conteste pronto esta carta y nos
escuche.
En espera de su amable atención se despide.
Momboñombo Moñagallo."
El
viejo salió tan contento de lo del Oso Carmuco que apenas se aguantaba las
ganas de decirle a toda la comunidad que ya estaba resuelto el problema.
Se
envalentonó, tomó un poco más de menudo y salió sin decir nada a nadie; eso sí,
se lavó los dientes antes de partir.
Bajó
la cuesta, pasó el puesto de vigilancia de la entrada, saludó a los guardias,
caminó pasando la mano por la malla del patio de la escuela y llegó por fin a
la parada del bus de San Francisco-Río Azul; esperó cuarenta y cinco minutos y
lleno de emoción tomó el autobús sin percatarse de las miradas de repudio de la
gente.
El
viejo iba sentado en el primer asiento y sentía de pronto como pequeños mareos de
puro desacostumbrado que estaba a eso de andar en bus. Escuchó atentamente un
barullo que se le coló por el embudo de los oídos... ¡era música! No escuchaba
música desde el día de su llegada al precario; se emocionó más aún: -¡Un
bolerazo de mis tiempos!...
El
viaje hasta el centro de San Francisco de Dos Ríos se le hizo eterno de la
premura. Se bajó, cruzó la calle y esperó otra media hora el autobús de la ruta
periférica que lo llevó a trompada de loco hasta Zapote, donde se bajó y
comenzó a caminar hacia Casa Presidencial.
Una
vez enfrente de los grandes portones negros, Momboñombo pidió a los guardias
que lo dejaran entrar porque tenía una carta muy importante para el Presidente.
Pero los guardias sólo vieron a un viejo en harapos, maloliente y desaliñado,
con un mugriento cuadernillo en la mano. Les hizo gracia, pero sólo le dijeron
que no era posible porque el Señor Presidente estaba muy ocupado, que volviera
otro día. Sin embargo, ante la insistencia de Momboñombo, los guardias
aceptaron entregarle personalmente la carta al Presidente y el viejo lo
agradeció en el alma.
Regresó
a pie; el precio de los pasajes era exorbitante para un buzo. A la vuelta
encontró a Única desconsolada llorando porque Momboñombo se había ido para
siempre, pero apenas lo vio comenzó...
-¡Vos
lo que querés es volverme loca!, a ver, ¿adónde diablos andabas?, todo el día
quién sabe dónde y uno aquí preocupada pensando lo peor...
Pero
el viejo venía de tan increíble buen humor que ni se impacientó con la regañada
de que estaba siendo objeto; se sentó y comenzó a contarle a la concurrencia su
ocurrencia, y cómo esperaba respuesta a su carta muy pronto, apenas la leyera
el Señor Presidente.
Entre
los buzos tuvo gran impacto; se habló de que Momboñombo, "ahí donde lo
ve", le había escrito una carta nada menos que al Presidente.
Para
todos, aquello sonaba poco menos que estrambótico, más aún, sin pies ni cabeza;
hasta ellos que se mantenían a una distancia prudente de lo socialmente
aceptable, consideraron una demasía del viejo lo de la carta, pero no dejaban
de sentirse orgullosos de que Momboñombo quisiera defenderlos en caso de un
eventual ataque contra el basurero, como lo entendieron ellos, sin llegar a
percatarse siquiera en que Momboñombo estaba totalmente de acuerdo con el cierre
y la desaparición de éste. Eso no había quedado claro. La parte de la propuesta
de un cambio de vida para los buzos ni siquiera la escucharon; pero las
actitudes de apoyo Ie levantaron el ánimo al viejo hasta el punto de sentirse
redentor de aquella estirpe paralela a la humana.
Única
le propuso un trato, o una prueba de fuego, más bien...
-Ahora
que mandaste la carta, Momboñombo, prométeme que te vas a sosegar, que vas a
dejar de andar por ahí con cara de bobo pensando sólo en desgracias y que vas a
trabajar con gusto porque el trabajo es sagrado....
Y él
aceptó: se aguantó los calores de marzo sin decir nada y extrañó las lluvias de
octubre y noviembre, mientras veía con nueva preocupación que no habría de ser
necesaria la clausura del basurero de continuar el clima así, simplemente éste
se evaporaría un mediodía cualquiera en un flato amarillento que oscurecería la
luz del sol un instante mientras terminara de atomizarse. Extrañó las olas
frías de enero y febrero mientras buceaba a pleno sol de la mañana porque de no
ser por su sombrero de lona, ya se le habría derretido el seso, le decía a
Única, recordando a alguien que fingió haber creído lo mismo un día que se le
derritieron unos requesones que en broma habían puesto en su yelmo.
El
calor secaba y reventaba la tierra del basurero dejándola hecha una red de
grietas por donde se escapaban a veces pocos de gas atrapado en el subsuelo. Lo
derretía todo, alborotaba los humores fétidos de las cosas en proceso de
descomposición, multiplicaba al infinito el número de moscas que revoloteaban
desde siempre por ahí, rechinaba la piel de los buzos y secaba la argamasa de
polvo, sudor y mugre que los curtía; alborotaba la sed también y hacía tan
evidente la ausencia de sombras en el basurero, que los buzos habían llegado a
elaborar una suerte de tiendas de campaña con sus sábanas y los trapos que
hallaban, de modo que cada cierto tiempo se iban a meter ahí para evitar la
insolación. Hasta el Oso Carmuco se desembarazaba de su trapo púrpura por esos
días para sobrevivir al calor y volvía a sus harapos de civil, con la certeza
de que todo el mundo comprendería.
Para
su tranquilidad, Momboñombo, durante el mes de marzo no encontraba mayor
información en los diarios; el tema del basurero se había calmado bajo el
entendido de que el treinta de abril estaría cerrado para siempre, por lo que
las esperanzas del viejo lo llevaban a ocupar su mente volátil en las
ocupaciones futuras de los buzos una vez que se hubiera operado el milagro de
la multiplicación de la justicia y su reinserción social.
Él
pensaba que El Bacán aprendería rápidamente en la escuela... bueno, ya estaba
un poquito crecido para la escuela, pero en una de esas que funcionan de
noche... eso, claro, si Única lo permitía, que era lo que estaba difícil.
También se llegó a imaginar que el Seminario haría maravillas en la formación
del Oso Carmuco.
-¡Te
imaginás, Única!, vos y yo en una casita propia, con jardín y de todo... porque
todavía podemos trabajar mucho tiempo. Todo es cuestión de que el gobierno nos
dé un empujón y...
-¿De
qué estás hablando, Momboñombo?
-¡Pues
de la carta!, ¿de qué otra cosa iba a ser...?
Pero
marzo, perecedero y biodegradable, cumplió el promedio de vida normal de un mes
cualquiera y murió heredándole a abril sus tareas inconclusas...
La
respuesta no llegó, como era absolutamente previsible, y Momboñombo no dejaba
de atribuírselo a la negligencia de los guardias.
-Tuvieron
que ser ellos, porque si el Presidente la hubiera leído, nos habría contestado
hace tiempo. Pero ellos no se la dieron, Única, fue culpa de ellos...
-¿Y
no sería que no te lavaste los dientes ese día, antes de ir a hablar con ellos?
-¡Pero
claro que me los lavé, y dos veces!, lo que pasa es que como lo ven a uno
pobre, entonces no le dan importancia...
-¿Y
no sería que pusiste alguna grosería en la carta y el Presidente se resintió
con vos?
-No,
no, nada de eso. Si vieras lo que me costó acordarme de las palabras de domingo
para que me quedara bien bonita. Lo que pasa es eso, que antes uno podía ir a
buscar al Presidente y hablar con él porque te lo encontrabas en pleno San José
discutiendo con los ciudadanos las cosas del país...
-¡Ay,
Momboñombo!, pero vos estás hablando del año del pedo, ¿cuánto hace de eso?,
¿de cuál presidente estás hablando?
-De
cualquiera, Única, la cosa es que antes sí se podía pero ahora, si uno no tiene
plata no es nada...
-Eso
sí que no, no es ahora, eso ha sido así siempre desde que el mundo es mundo y
las cosas no van a cambiar sólo porque a vos se te ocurre.
-¿Pero,
qué le cuesta?, Única, ¿qué le cuesta venir un día a hablar con los pobres, no
con los vecinos de Río Azul nada más, sino también con nosotros? Tal vez si
viniera se daría cuenta no sólo del problema de que nosotros tengamos que vivir
aquí, sino también de que son cientos de familias las que viven mal. Debe ser
que él nunca las ha visto, porque yo estoy seguro de que si las viera se le
oprimiría el corazón y algo trataría de hacer...
-Bueno,
pero, y ¿si sí leyó tu carta y sencillamente no te quiso contestar?, porque vos
no te has puesto a pensar en eso, sólo le echás la culpa a los guardias y tal
vez los pobres hasta se la fueron a dejar inmediatamente. O tal vez es que no
ha tenido tiempo de leerla, pero ya la tiene entre las cosas que va a leer...
¿Por qué no le das más tiempo, otro mes?
-Ya
se acabó el tiempo, Única, y no para él, él tiene todo el tiempo del mundo. El
tiempo se acabó para nosotros... Todo está consumado, el relleno se cerrará el
treinta de abril así vos lo creas o no, porque ya no se trata de un acto de fe.
Los vecinos ya no pueden aguantar más, se les enferman los chiquitos, todo se
les ensucia y se les contamina, y eso que ellos no viven aquí directamente,
ahora imaginate cómo debemos andar nosotros por dentro... ¡te imaginás si nos
sacaran una radiografía...!, seguro saldrían puros zopilotes todos encandilados
con los rayos x.
El
tiempo se nos acabó, la mierda ya le llegó a la nariz a todo el mundo. Los
vecinos de Río Azul tienen razón, los de San Antonio de Desamparados también y
los de Esparza ni se diga, porque allá la cosa apenas va a comenzar y nadie
sabe cómo va a ser. Ahora lo que sigue es el 'dime que te diré' entre el
gobierno y los vecinos de Esparza, porque, como ellos dicen, "si el
relleno sanitario va a ser tan moderno y no le va a causar molestias a nadie,
entonces ¿por qué no lo ponen en San José y con eso no tienen ni que gastar en
transporte?", ah, pero no, ahí hay gato encerrado, Única, por Dios, por
algo no lo ponen aquí en 'Chepe', porque si no, cuál sería el inconveniente, si
da lo mismo que esté en Esparza que en la Sabana, si total, no va a molestar a
nadie... Eso es lo que la gente no termina de entender. Además de eso, claro,
está la cosa de que ¿a cuenta de qué tienen ellos que aguantarse la basura
ajena?, porque es como cuando, no sé si vos te acordás, los gringos querían
venir a botar su basura aquí a Costa Rica, y eso sí era cosa seria, Única, era
un barco del tamaño de San José que iba a venir hasta la mierda de basura... y
¿qué?, que la gente se paró de pestañas y nadie aceptó... bueno, hasta donde se
sabe, porque aquí llega tantísima basura en inglés que a lo mejor sí aceptamos
sin darnos cuenta.
-Ah,
Momboñombo, a veces te oigo hablar y me parece que estoy oyendo a un
comunista...
-¡Qué
comunista ni qué mi agüela!, no sabés vos que hasta los rusos se tiraron a la
basura y ahora lo que tienen es un viejo gordo que lo único rojo que tiene son
los cachetes, que cambiaron a la mama por un burro.. pero ¿qué vas a saber vos
de esas cosas...?
Yo lo
único que vengo diciendo desde hace tiempos es que en este problema no hay
quién no tenga algo de razón, ni quién no esté equivocado, y si me volvés a
decir que lo que pasa es que yo todavía no soy un buen buzo, te lo voy a
aceptar, no soy un buen buzo aunque ya parezco el papá de todos los buzos. Lo que
pasa es que ahora que asumí la responsabilidad de una familia, no la quiero
criar aquí entre la basura.
-Lo
que más me gusta de vos es que hablás como si tuviéramos veinte años y
estuviéramos empezando... cuando decís esas cosas ¡te quiero tanto...!
-Bueno,
de alguna manera estamos empezando... si nos vamos de aquí a vivir una vida más
decente sería como si estuviéramos empezando y sería muy bonito. Yo no sé cómo
has hecho vos para quedarte veinte años aquí, sí, sí, yo sé que la necesidad
tiene cara de caballo, pero ya no es justo y no se trata de que uno sea un
malagradecido con la vida, lo que pasa es que hay que procurarse una vida
mejor.
-Eso
está muy bien, lo que yo no sé es cómo lo vamos a hacer si de veras nos cierran
el chinamo, como vos decís.
-Lo
van a cerrar, tarde o temprano lo van a cerrar y algún día se van a dar cuenta
de que lo único que se puede hacer con la basura es reciclarla, como dice la
gente que escribe en los periódicos. Yo sinceramente, no sé muy bien qué es eso
del reciclaje, pero parece que se trata de volver a hacer que la basura sirva
para algo, no sólo para alimentar buzos, ratas y zopilotes, ni para que gente
como nosotros viva igual que esos bichos indeseables...
VI
Marzo
fue tirado a la basura con todos los honores; a su sepelio acudió la multitud
de buzos de siempre y un cortejo de más de cien carrozas recolectoras, y su
heredero hizo una entrada triunfal con un titular de espanto: "RÍO AZUL
CERRARÁ EL RELLENO EL TREINTA DE ABRIL."
-¿Te
lo dije, Única, o no te lo dije?
Los
vecinos de Río Azul y San Antonio aseguraron que cerrarían el acceso a los
camiones recolectores ese día para siempre y que no era de su responsabilidad
lo que sucediera, aunque aún no hubiera dónde ir a deponer las ochocientas
toneladas diarias que regurgita la GAM. Los dirigentes comunales dijeron que el
cierre se daría conforme a lo acordado con el gobierno, en el convenio firmado
el veintidós de diciembre del año pasado.
El
documento había sido firmado por el Presidente, los Ministros de la Presidencia,
de Recursos Naturales, Energía y Minas, y Seguridad, y establecía que "el
incumplimiento de cualquiera de los puntos aquí estipulados será motivo para la
anulación de este convenio, quedando la parte- afectada exonerada de
responsabilidad"... Pero, como decía Merulo, no todo lo que peda es culo:
el Ministro de la Presidencia salió diciendo por el periódico que las
autoridades del gobierno estudiarían el convenio que él y tres ministros más
habían firmado el veintidós de diciembre junto al Presidente, tres meses atrás.
Conforme
se acercaba la fecha del vencimiento del plazo comprometido por el gobierno, en
la comunidad de Río Azul se vivía una tensión insoportable, sobre todo porque
era harto bien sabido que el gobierno estaba absolutamente imposibilitado para
habilitar el relleno de Esparza antes de esa fecha.
"El
gobierno sólo se burla de nosotros", explicaban los vecinos de Río Azul,
"Nosotros no somos responsables de que la basura no se siga depositando
aquí, ni de los problemas que se deriven. Independientemente de las medidas que
tome el gobierno, y en cumplimiento de un convenio firmado entre él y nosotros,
hemos determinado poner un candado al basurero el treinta de abril."
El
Ministro de Seguridad dijo que "...a menos que la comunidad lesione los derechos
públicos, como la libertad de tránsito, no intervendrá la Fuerza Pública",
pero a los vecinos no les quedó claro de cuál libertad estaba hablando el
Ministro, si se refería tal vez, a la libertad de tránsito de los camiones
recolectores por la avenida del basurero. Por su parte, el gobierno lo único
que podía asegurar era que antes de la fecha convenida, el contrato con la
compañía metalúrgica que construiría el nuevo relleno, estaría firmado, pero la
compañía esperaba la rehabilitación de cien kilómetros de vía férrea y la
construcción de un ramal hacia el lugar donde sería instalado el basurero.
El
seis de abril se anunció que la compañía metalúrgica había concluido ya los
estudios imparciales de impacto ambiental con un resultado favorable: nada qué
temer, el lugar era tan propicio para un basurero que no se explicaban cómo no
había surgido ahí uno natural desde el principio de los siglos. Mientras, los
científicos de la universidad, que también realizaron estudios, desaconsejaban
la zona como sede del relleno.
-¡Ahí fue donde la muía botó a Jenaro!
La elección
arbitraria del sitio para el relleno había sido una salida política, no
científica. Costaría una millonada de pesos al país. El relleno estaría ubicado
tan lejos de la ciudad como no lo estaba ningún otro relleno en el mundo,
afectaría los intereses turísticos de la comunidad, aumentaría sensiblemente el
costo de recolección pagado por los ciudadanos. Pero el gobierno insistía
encarecidamente en que no había ya alternativas, sencillamente no había dónde
ir a botar la basura, y punto.
Momboñombo
Moñagallo no lo pudo resistir más. Habló con casi todos los cuatrocientos y pico
de buzos del precario y comenzó a organizar una marcha pacífica hacia Casa
Presidencial.
-Solamente
le vamos a ir a plantear al señor Presidente nuestra situación, nadie va a
tirar piedras ni a portarse mal...
Los
buzos nunca en sus vidas habían asistido a una manifestación de ninguna índole,
por lo que asumieron la cosa como un paseo al que iban a ir a acompañar a
Momboñombo. Única estuvo de acuerdo, pero con la condición de que todos se
lavaran los dientes porque si no, no iban a escuchar a nadie.
El
Oso Carmuco volvió a vestir su harapo púrpura porque según él, con un trapo de
ese color era más fácil hablar con el Presidente.
Momboñombo
andaba esos días como decía Única, con hormigas en el culo, de un lado para
otro, hablando con la gente, tratando hasta el hastío de motivar a los buzos,
tratando de convencerlos de que valía la pena caminar un par de kilómetros
hasta Casa Presidencial, con tal de que les ofrecieran una oportunidad. Andaba
con un montón de recortes de periódicos para convencer a todo el mundo de que
la recolección de basura iba a ser privada, de que el basurero iba a ser
privado, de que todo iba a ser privado, excepto el hambre, porque esa siempre
había sido pública.
Los
buzos lo veían ya como a un ser extraño... "¡Se le metió el agua a
Momboñombo, vieron!", y más bien les servía de diversión, lo tiraban de
los brazos y le preguntaban que cuándo era que los iban a echar de ahí, y
cuando él comenzaba a explicar, todos soltaban la risa. El seguía adelante
porque ya se había acostumbrado a las bromas de los de abordo.
Una
tarde pasaba por entre los montículos de basura y descubrió a El Bacán
recostado a uno de ellos: se hacía la paja fruidamente. Él fingió no haberlo
visto, pero El Bacán lo saludó de lejos. Al rato lo alcanzó.
-¡Ya!-,
le dijo aliviado.
-¿Ya
qué?, Bacán.
-Ya
terminé.
-¡Bueeeno!-,
dijo Momboñombo, -algo has madurado, después de todo. Pero ya El Bacán iba
bailoteando al lado cantando. "Cuando está la luna sobre el horizonte,
muchos enanitos juegan en el monte..." ¿Verdá que a mí también me vas a
llevar a la casa del Presidente...?
-Claro
que sí, Bacán, si no con quién te íbamos a dejar.
Y más
en broma que en serio, llegó el día de la marcha.
Los
buzos que decidieron acompañar a los Moñagallo sumaban unos cincuenta y estaban
listos con sus mejores galas. La procesión parecía la del día del juicio, pero
todos iban alegres brincando por las calles. El Bacán iba de la mano de Única,
saludando a la gente a su paso. No llevaban pancartas, ni altavoces, ni mantas,
ni iban gritando consignas; sólo iban interrumpiendo el tránsito, y revolcando
cuanto basurero se les aparecía de camino. El Oso Carmuco se puso a bailar como
la giganta de los payasos, dando vueltas con los brazos sueltos y la cabeza
hacia un lado. La Llorona iba con ellos con su bebé en brazos, y todos juntos
parecían una mancha caminando por las calles detrás de Momboñombo. Todos
comenzaron a cantar la conocidísima canción "La mar estaba serena, serena
estaba la mar, la mar estaba sereena, serena estaba la mar.... con a, la mar
astaba sarana, sarana astaba la mar, la mar astaba saraana, sarana astaba la
mar, con e, le mer estebe serene, serene estebe le mer, le mer estebe sereene,
serene estebe le mer, con i, li mir istibi sirini, sirini istibi li mir, li mir
istibi siriini, sirini istibi li mir, con o, lo mor ostobo sorono sorono ostobo
lo mor, lo mor ostobo soroono, sorono ostobo lo mor, con u, lu mur ustubu
surunu, surunu ustubu lu mur, lu mur ustubu suruunu, surunu ustubu lu mur, con
a..."
La
gente los veía pasar con la única canción que entonaron durante toda la
caminata. No había quién no se detuviera a verlos pasar sin entender un carajo
de lo que estaba pasando. Algunos dueños de establecimientos comerciales
comenzaron a cerrar a su paso, porque los buzos se metían por todo lado y
volvían a salir sin ningún propósito, o eran echados a empujones.
La
marcha de la mancha llegó a San Antonio de Desamparados. Los niños se metían a
los jardines a robar sorbos de agua de los grifos desprevenidos y entraban a
las casetillas de los teléfonos públicos a jugar; pero El Bacán iba
absolutamente al margen tomado de la mano con su madre, adelante, al lado de Momboñombo
Moñagallo, cantando 'La mar...'. Mientras, algunos buzos que venían de camino,
luego de fijarse con mucha atención, los reconocían y se les unían.
A
alturas de San Francisco de Dos Ríos, una patrulla de la policía se interesó
por el fenómeno y se adelantó hasta la cabeza de la marcha; preguntaron los
policías de qué se trataba aquello y obtuvieron una detallada explicación por
parte de Momboñombo; tan clara y cuantiosa que su instinto los llevó a avisar
de inmediato a Casa Presidencial lo que pasaba, y en un abrir y cerrar de
portones, la Fuerza Pública estaba acordonando el objetivo.
Los
buzos iban cantando por la carretera entre San Francisco y Zapote, con un
embotellamiento de autos a sus espaldas, con sus conductores enfurecidos
vociferando por el retraso y por la hediondez que se desprendía de aquella
marcha de zorrillos apestosos. Pero eran más de cincuenta ya, y dispersarlos en
media calle se hacía difícil.
La
Fuerza Pública no tardó en idear la mejor estrategia para devolver a los buzos
sanos y salvos al averno de su origen, y luego de mantenerlos a una distancia
prudente explicándoles además que no podían hablar con el Presidente, el
dinosaurio hizo su aparición. Veinticinco metros desde su punto más elevado, el
tanque-bomba apareció acompañado de su inseparable camión cisterna; ambos con
sus panzas llenas de agua. Los buzos quedaron boquiabiertos, petrificados,
mirando cómo a una distancia de ochenta metros aquel animal antediluviano
comenzaba a lanzar agua desde la eyaculación de su manguera y los de abordo
quedaban empapados aún antes de que pudieran siquiera imaginarse por qué. El
Bacán se asustó y comenzó a pegar gritos, pero se calmó cuando vio a todos los
buzos tomar la cosa a la ligera y bailotear debajo del aguacero de artificio
que se les estaba viniendo encima.
Los
buzos sólo gritaban y brincaban empapados de pies a cabeza; tan, tan mojados ya
que hasta se les estaba destiñendo el color grisáceo mugre de sus caras y sus
brazos. La ropa se les estaba cayendo en tiras y cuando la manguera apuntaba
más directamente, más de uno caía sentado en el pavimento, muerto de la risa y
con algún pedazo menos de su indumentaria.
Única
fue alcanzada por una ráfaga de agua y se levantó directamente hacia el cordón
de policías no menos mojados, se puso de espaldas y les 'tomó una foto': se
levantó la falda y les peló el culo, lo cual fue infinitamente celebrado por
los buzos en medio de unas carcajadas contagiantes; hasta los policías tuvieron
que reír. Otra ráfaga alcanzó a El Bacán y lo revolcó por la calle; de nuevo
volvió a pegar gritos y a llorar hasta que Momboñombo lo levantó y lo puso a
salvo, pero estaba tan empapado y gritaba tanto que se le enronquecía la voz y
se le irritaban los ojos.
Y en
eso estuvieron hasta terminar con toda el agua del tanque y del camión, que no
fue reabastecido por considerarlo absolutamente innecesario. Ya todos los
alrededores de Casa Presidencial, incluyendo sus jardines y el puesto de
vigilancia, estaban empapados, así como las casas vecinas, las aceras y cuanto auto
atinó a pasar por ahí en ese momento. La operación tardó un buen rato en
dispersar al carnaval de la miseria. Una vez agotada la última gota de agua,
los buzos comenzaron a protestar y a pedir más, pero la policía les explicó que
ya no había, que era un desperdicio y que ya se había terminado la fiesta, que
se tenían que marchar; cosa que hicieron no muy convencidos.
Emprendieron
la marcha mojados hasta el tuétano y ya entrada la tarde. La visita había sido
todo un fracaso, pero sólo Momboñombo Moñagallo estaba consciente de ello. No
pudo hablar con el Presidente, no le pudo decir que había conocido a su padre,
ni presentarle a su familia ni explicarle el problema. Iba derrotado directo a
la basura, igual que seis meses atrás; pero los demás iban contentos porque se
habían divertido como nunca. Sólo El Bacán iba con un ataque de asma
preocupante. Llevaba sus ropas destilando el caldo café de sus mugres
acumuladas, sus cabellos, largos de nuevo, pegados a la nuca y sus las barbas
habían tragado agua como esponjas; iba tosiendo y tiritando de fiebre cuando
llegaron a casa ya de noche. Se habían secado de camino y estaban tan agotados
todos que llegaron directamente a dormir.
A la
mañana siguiente el Oso Carmuco llegó a ver cómo seguía El Bacán, y encontró a
Única y a Momboñombo con ojeras por las rodillas. Toda la noche en vela
friccionando al niño, tratando de calentarlo, ayudándole a incorporarse para
que pudiera respirar mejor. Sólo lograba dormir conforme calentaba la mañana.
Dejaron
a El Bacán dormido y fueron a preparar el desayuno. Tortillas calientes y café
negro desayunaron los Moñagallo y el Oso.
-Fue
la mojada lo que lo puso enfermo... pobrecito mi chiquito, con esa asma que
padece...
Única
se lamentaba de no haber sido más precavida y Momboñombo se sentía culpable
porque...
-Nadie
me tenía pensando que nos iban a escuchar, Única, por Dios, todo fue culpa
mía...
-Dejá
de decir tonteras, cómo ibas vos a saber que nos iban a bañar con esa cosa,
sólo por ir a hablar con ese señor que ni siquiera nos conoce...
-Era
de suponerse, Única, sólo a mí se me ocurre. ¡Ay, Única, si algo le pasa a El
Bacán!...
-¡Callate,
hombre!, qué estás diciendo... Él sólo está resfriado, vas a ver que ahorita
está bueno...
Pero
pasó un día y pasó otro y El Bacán no dejaba de toser hasta el vómito y la
fiebre no le bajaba. Momboñombo estaba decidido a llevarlo al hospital, pero
Única no permitía por miedo a que se lo quitaran al darse cuenta de que no
tenía documentos que demostraran que era suyo.
El
Oso Carmuco recogió una cuota entre la gente y compró una gallina para
friccionar al niño con enjundia y para prepararle un buen caldo que bebió a
sorbos, a cucharaditas porque se estaba quedando sin fuerza.
Todo
el precario estaba al tanto de la enfermedad de El Bacán y todos compadecían.
Momboñombo salía de cuando en cuando a despejarse y a hablar con la gente de su
culpa en el asunto, y no lograba entender lo que le decían, "que nadie se
imaginó lo del agua", "que quién iba a pensar que de puro gusto los
iban a bañar de esa forma", "que había más de un niño enfermo, claro,
ninguno como El Bacán, pero que hasta los grandes andaban moqueando desde ese
día".
Única
ya estaba en el hueso de velar en el lecho de El Bacán y no había manera de que
comiera lo que Momboñombo preparaba. Él tampoco comía gran cosa y los días se
pasaban sin mejoría, sin que nadie saliera a bucear, agotando las arcas, y
viviendo de lo que el Oso Carmuco, la Llorona y algunas vecinas les llevaban.
Única
no se despegaba del niño, le contaba los cuentos de siempre, le cantaba las
canciones de siempre y le recitaba 'cultivo una rosa blanca', pero El Bacán no
daba señas de recuperarse, ni se recuperaría.
A
mediados del mes de abril, la situación se agravó pese a los mejores esfuerzos
de Única y Momboñombo; se agravó hasta tal punto que él salió en busca de un
médico que, obviamente, no encontró. El viejo volvió dos horas más tarde en
medio de la desesperación de no haberle parecido lo suficientemente serio a
ningún médico de los que llamó por el teléfono público de Río Azul, ni a
ninguno de los que fue a buscar personalmente a San Francisco de Dos Ríos... No
había una sola barca entre tanto río y el naufragio parecía inevitable. Cuando
los médicos preguntaban la dirección y el viejo les decía que el niño se
encontraba en el precario del botadero, ellos ni siquiera se reían; realmente
lo tomaban como un chiste de mal gusto.
El
Bacán estaba delirando de fiebre cuando Momboñombo llegó a casa; cantaba
canciones antiguas y recitaba la recitación del jardín. De pronto llamaba a Única,
a Momboñombo, o al Oso, pero era claro que no se estaba dando cuenta de lo que
pasaba.
Única
estaba hincada al pie de la cama con un rosario en la mano ofreciendo novenas a
las Animas Benditas y limosna para los pobres; las señoras vecinas la acompañaban
en su plegaria, en su último esfuerzo. El Oso rezaba también y la Llorona no
decía nada pero lloraba en silencio. Momboñombo lloraba mordiendo una vieja
almohada, con todas las esperanzas perdidas, mientras el rostro de Única iba
adquiriendo un tono amarillento como de escultura hecha en raíz de café...
Estaba delgada, enjuta, con la ropa pegada al cuerpo, mojada en su sudor y el
de su hijo, con una mirada incrédula que se perdía segundo a segundo en una
nebulosa de resignación demencial; no parpadeaba ni lagrimaba, porque ya sus
ojos estaban secos y se les veía el fondo plano y opaco, carente de cualquier
misterio.
Y en
medio del naufragio del género humano, El Bacán murió entre su tos y la mirada petrificada
de sus padres. Tosió fuerte, respiró profundo, gritó 'ush', y se fue.
Momboñombo
lloraba como una hiena y se rasguñaba la cara, pero Única estaba inmóvil, ajena
a los llantos de los amigos... -No hay justicia, Única, por Dios, no hay
justicia...-, gritaba Momboñombo.
-Sí
hay...-, fue lo último que murmuró Única, -...pero está sin hacer...
Y
luego de una noche en vela, hacia el amanecer, muy temprano aún, llevaron el
cuerpo de El Bacán al centro del basurero y lo tendieron ahí, siguiendo las
indicaciones que Única daba sin hablar. Todos juntos alrededor rezaron por el
alma del niño dirigidos por el Oso Carmuco quien, a duras penas, alcanzó a
confortarlo con los Santos Sacramentos. Rezaron y rezaron y lloraron y callaron
con la vista fija en el cuerpo, cuya cara había sido rasurada y sonrosada con
colorete. Con la vista fija en el cuerpo del niño, todos vieron sin asombro
cómo el basurero se lo había empezado a tragar. El cadáver se hundía suavemente
entre la tierra y la basura como en arena movediza. Poco a poco se iba
cubriendo solo, hasta que quedó fuera únicamente un mechón de cabello... unos
instantes y desapareció luego entre las fauces de la tierra. Los zopilotes
volaban alrededor en rígida formación.
Para
cuando llegaron los operarios de los tractores y los camiones recolectores, ya
todo había pasado y Única volvía a casa guiada por Momboñombo. En menos de
quince días habían envejecido años y caminaban con dificultad.
Momboñombo
lloraba desconsoladamente pero en silencio, sólo las copiosas lágrimas lo
delataban. Pero a Única se le había petrificado el corazón y el rostro... toda
ella, y callaba. Sin lágrimas ni llanto, se le escurrían los días por el caño
de su dolor; sólo bebía agua de azúcar que su esposo le preparaba temeroso de
que muriera también, y entonces, esta vez él no tendría más basurero dónde
precipitarse, no había basurero para el basurero, y esta vez no sería maricón y
acabaría con todo de una sola vez...
-Sin
hacerle daño a nadie...
No
volvió a leer los diarios y no se enteró de que la comunidad de Río Azul
extendió el plazo ocho meses más para dar tiempo a la construcción del relleno
de Esparza. No se volvió a enterar de nada, solo pasaba los días cuidando a
Única, dándole cucharaditas de caldo cuando ella daba señales de aceptarlo. No
se enteró de un folletito cuyo borrador llegó al basurero en el elegante camión
celeste en el que la Universidad aporta su cuota. No supo que se trataba del
Informe de Impacto Ambiental elaborado por los científicos de la U., donde se
demostraba cuán errónea había sido la elección de la finca Medina como sede del
nuevo relleno, cuán política y no científica había sido la coronación de
Cabezas de Esparza como nueva Reina de la Basura. Momboñombo Moñagallo no leyó
el informe y, muy probablemente no lo habría entendido tampoco, dado su alto
nivel técnico y científico; pero como no hay que ser científico para comprender
ciertas cosas, seguramente el viejo habría entendido perfectamente que se
trataba de un lugar que distaba mucho de ser la 'olla' que el gobierno
aseguraba que era; porque eso de llamar 'olla' al punto donde entran en
contacto las aguas marinas superficiales que penetran por el estero Mero, con
las aguas subterráneas, y las aguas recolectadas por el sistema de drenaje de
la quebrada Barbudal... ¡coño!, eso era como confundir el perol del arroz con
la bacinilla.
Pero
nada de eso decía el informe científico de la compañía metalúrgica que se
ganaría unos cuantos pesos por construir el nuevo relleno en esa finca; así
como tampoco decía nada de la virtual contaminación del estero Mero y la
consecuente pérdida de UN MILLÓN DE
ME7ROS CUADRADOS DE BOSQUE DE MANGLAR, pese a que la ley indica
claramente que "los manglares o bosques salados que existen en los
litorales continentales o insulares y esteros del territorio nacional, y que
forman parte de la zona pública en las zonas marítimo terrestre, constituyen
Reserva Forestal, y están afectos a la Ley Forestal y a todas las disposiciones
de ese decreto." . Ni mencionaba tampoco nada de la naturaleza permeable
del suelo, ni del pequeño detalle de que cavando un metro, comenzara ya a
sentirse la presencia de las aguas subterráneas, ni que el suelo mismo era
agrietado, como preludiando ya la úlcera que significaría un relleno en él.
Pero,
lo malo del informe de la Universidad era su difícil comprensión; pues muy
difícil había de ser su lectura para que no se le considerara, aún advirtiendo
que, de emplazar el relleno en la finca Medina, "los distintos afluentes
líquidos que salieran de él, arrastrados por las aguas dulces de la quebrada
Barbudal situada en la parte trasera de este, seguirían por el estero Mero
hasta el río Barranca para seguir luego, los compuestos contaminantes,
distribuyéndose por la corriente de deriva litoral hacia el Golfo de
Nicoya"... cagándose en todo a su paso, en las playas de Puntarenas, en la
vida marina al interior del golfo... en todo, en todo. Y, por si fuera poco, se
hacía caso omiso también de las repercusiones del traslado de la basura por la
vía férrea, por atravesar esta ríos y quebradas, algunos con cauces de
dimensiones considerables como el del Río Virilla y el Grande de Tárcoles, y
por carecerse del todo de mecanismos emergentes en casos de crecidas de agua
que socavaran las bases de los puentes, o en caso de sismos fuertes...
Se
menospreciaba también el hecho de que la Estación del Pacífico se fuera a
convertir en un basurero, por ser el futuro puerto de embarque y la bodega de
desechos, a apenas setecientos metros del centro de la capital y a ciento
cincuenta metros de la Maternidad Carit, donde nacen los josefinos. Y todo ello
a la par de un sin fin de inconvenientes... El viejo no se enteraría tampoco de
los logros de la resistencia espartana, ni de las amenazas, de parte del
gobierno, de dejar el problema en manos de las municipalidades.
Pasado
un tiempo, Momboñombo Moñagallo comenzó a salir a bucear de nuevo porque
alguien debía procurar el alimento al hogar; pero siempre volvía a encontrar a
Única inamovible en su duelo. Él le hablaba siempre, aunque fuera como hablar
con la pared, porque ella no contestaba, no le dirigía la mirada, no se movía,
no se rascaba la piel, que era el movimiento mínimo de un buzo...
-¡No
hacés nada, Única, no hacés nada por salir de ahí!, y ahora me doy cuenta de
que todo, todo era falso, tus mentiras eran lo único que te sostenían en pie.
Te mentiste durante veinte años de tu vida para no morir de tristeza, te
trajiste todo para acá, la tradición familiar, las buenas costumbres, la
maternidad, el horario de las comidas, todo, todo, sólo para no volverte loca.
Pero ¿qué locura era esa?, ¡Única, por Dios!, ¿qué locura era esa de cocinar en
tu fogón para ese montón de buzos que la mayoría de las veces ni traían nada
más que una puta hambre de Dios Padre y Señor Nuestro...? ¿Qué locura era esa?,
¡Única, por Dios!, que te hacía celebrar las navidades, los quinces de
setiembre, los doces de octubre... Todo era de mentirillas, Única, era como
jugar de casita mientras la realidad era que te estaba llevando puta de la
tristeza de verte reducida a buzo después de haber sido maestra tantos años y
haber vivido con las maestras la ilusión de enseñar a los niños a leer, y de
creer firmemente que somos independientes y que Colón nos trajo la salvación y
todo el cuento de hadas que es nuestra historia, mientras te desechaban por no
tener un título y te daban una pensión de mierda que te llevó a la miseria...
Momboñombo
hablaba y hablaba entre un llanto seco que le alborotaba el asma. Hablaba con
toda su propia biografía atravesada en la garganta, como si más bien, estuviera
contando la historia de la resignación universal de los pobres. Mientras,
Única, como una muñequita de trapo del folclor urbano, de cuando en cuando
suspiraba por inercia y seguía sumida en el autismo del absurdo.
Alguien
empujó la puerta y la luz del medio día lo cegó un instante. Poco a poco, Momboñombo
fue reconociendo en la silueta de la entrada a Don Retana, que con sus ochenta
y cinco años a cuestas había hecho un esfuerzo sobrehumano por subir la cuesta
de la colina. Él supo tardíamente lo de El Bacán, porque si no era Única quien
lo visitaba, él no tenía otro contacto con los buzos. Entró arrastrando los
pies y se aproximó a Única. Le acarició la cara y el cabello, la observó largo
rato sin decir nada, suspiró y se sentó al lado de Momboñombo. En silencio, un
viejo al lado del otro.
-Lo
siento en el alma, Momboñombo. Lo supe ayer y supe que ya hace casi un mes de
la tragedia, pero uno que es un viejo no puede subir tan rápido esa cuesta...
Ya nada es como antes, como cuando yo era marinero... estos brazos que usté ve
ahora todos caídos, eran así de gruesos y el pecho hasta que daba gusto... pero
véame ahora...
-Ni
me diga, Don Retana..., yo sé que usté hubiera venido.
Momboñombo
comenzó de nuevo a hablar de los sofisticados mecanismos de Única, de los hilos
de marioneta con los que lograba sostener la apariencia de una vida basada en
modelos aburguesados en medio del mierdero más ingrato del país: la olla de
carne de los domingos, cuya carne se reducía a unos huesos de jarrete que el
carnicero le regalaba con algún otro desperdicio y que ella llegaba jurando que
lo había comprado, que había hecho fila hasta el mostrador de la carnicería,
cuando todos sabían que el buenazo del carnicero le daba la bolsa de desechos
de carne por la puerta trasera del negocio, y que las verduras que ahogaba en el
caldo de los huesos, las juntaba de los caños de la calle de la feria del
agricultor... y así con todo, con la maldita costumbre de perfumarse con
aquella agua podrida que revolvía en su botella, que expelía un olor tan fuerte
que hasta ahí en el basurero se sentía.
-Pero
ella creía que se estaba perfumando, Momboñombo...-, interrumpió don Retana,
-...y, francamente eso era lo único que importaba.
Cuando
yo me retiré de la mar, vine con platilla, hice mi casa, crié a mi familia,
después enviudé; pero mientras tuve los brazos firmes anduve con camiseta de
tirantes para que todo el mundo me viera los tatuajes y supieran que yo era
marinero, aunque hacía años ya que no era más que un marino retirado que tenía
que ganarse la vida haciendo trabajitos en las casas de la gente, allá en San
Francisco de Dos Ríos, donde las señoras
que me tenían lástima me ponían a limpiarles
el jardín, a destaquearles las canoas, a pintar el cinc... a lo que fuera, y
yo, como siempre fui medio sordo ni me enteraba de nada, sólo trabajaba y
trabajaba. Después, se me murió Mary, y... ¡yo no sé para qué le cuento este
cuento, Momboñombo! La cosa es que yo conocí a doña Única desde que empezó a
venir aquí. Ella era una señora muy hablantina que entraba por la puerta de
atrás y se sentaba conmigo en el bus y así fue como nos hicimos amigos.
Después, cuando se vino a vivir aquí definitivamente, yo mismo le ayudé a
levantar este ranchito, siempre le ayudábamos mi esposa y yo y comentábamos en
la casa que la señora ésta era admirable, que no daba el brazo a torcer,
siempre lo más arregladita posible, siempre como aparentando que no pasaba
nada, que aquello era por un tiempo. Pero ya ves, aquí se quedó. Y más cuando
se encontró a El Bacán...
Don
Retana hablaba sin saber que le estaba despedazando el corazón a Momboñombo. El
viejito contó la historia de los últimos veinte años y Momboñombo se dio cuenta
de que no difería en nada de la de los últimos seis meses. Única había logrado
encerrar el tiempo en una de sus botellas y no lo dejaba pasar. En el basurero
tal vez sucedían muchas cosas, tal vez no, pero en la vida de Única no pasaba
nunca nada... El Bacán celebraba cumpleaños pero no cumplía años. Don Conce se
había muerto, pero Única seguía hablando de él como si estuviera vivo, aunque
le rezaba cada vez que calculaba que ya había pasado un año más de su muerte.
Única había congelado el tiempo para poder vivir... se había inventado la vida
misma. Había arriesgado el pellejo encaramándose en el techo del ranchito sólo
para colocar ahí una inútil antena de televisión de las que veía en las casas
de los barrios. Había organizado las ollas comunes para imaginarse una familia
grande... Y así funcionaba y funcionó bien. Pero ahora había muerto El Bacán, y
ella que logró sobrevivir al desmoronamiento de su mundo y tuvo fuerzas para
inventárselo de nuevo, ahora, ante el absurdo doloroso de la desaparición de su
hijo, había quedado inerme como para levantar el mundo una vez más. Y
precisamente ahora que el gran basurero hasta le había prodigado al príncipe azul
y ya se estaba haciendo a la idea de comer perdices; precisamente en ese
momento le explotaba en pedazos la esfera herrumbrada y abollada de su mundo;
ahí fue cuando la mosca rompió la telaraña de una araña añeja que ya no podía
remendarla de nuevo.
Momboñombo
decidió que los días de basurero habían terminado; juntó todos los ahorros de
Única con los suyos y avisó que se iban.
El
Oso Carmuco les dio sus ahorros también y de nuevo recogió una suma entre los
vecinos para la causa de los viejos.
Dejaron
la casa abierta. Él sólo empacó algunas cosas, convencido de que más que
servirles les estorbarían, pero no tuvo corazón para deshacerse de los libros
preferidos de El Bacán, ni de algunos de sus juguetes, más unas cuantas cosas
para sobrevivir, unas cobijas raídas, un comal, un perol, la gran botella de
perfume de Única para perfumarla todos los días como había venido haciendo,
todos los cepillos de dientes y las tripas de dentífricos, el tapiz de los
perros jugando billar y algunos corotos más, la mayoría de ellos inservibles.
El
Oso Carmuco los acompañó hasta la estación del autobús de Puntarenas, pagó los
pasajes con lo recaudado, los dejó sentados en sus asientos y los abrazó largo
rato; besó a Única y le dijo que ella también había sido una madre para él... y
para todos, y se alejó como llorando.
Cuando
el encargado recogía los boletos, reparó en la extraña pareja, pero como habían
pagado sus pasajes no dijo nada.
Única
iba sentada en el asiento de la ventana pero no iba viendo nada; tampoco
preguntó a dónde se dirigían, sólo se dejó llevar, enjuta y temblorosa como un
pajarito, con la vista fija y el alma raída.
Ni el
verdor del camino, ni el calor, ni el azul arrepentido del mar de Puntarenas
penetraron el muro que envolvía a Única. Ella se bajó del bus igual que cuando
lo abordó, sin expresar ni siquiera un síntoma de que se daba cuenta de lo que
sucedía.
Momboñombo
la abrazó, alzó el envoltorio con las cosas, y comenzó a guiarla hacia el mar.
Caminaron bajo un sol que Única no distinguía de su penumbra interior, hasta
llegar al Paseo de los Turistas donde hallaron un poyo dónde sentarse a mirar
al mar. Era medio día y no almorzaron, sólo miraban al mar; a la noche, él sacó
las cobijas, o más bien, sacó las cosas de las cobijas con las que había
improvisado una valija y se cubrió junto con ella, pero siguieron viendo al
mar.
Temprano
por la mañana, Momboñombo despertó y sintió un ligero alivio sin saber por qué;
pero Única no daba muestras de haber dormido, así como tampoco de haber
trasnochado, simplemente seguía ahí, con la breve variante de que había
dirigido su mirada al mar.
El
viejo recogió las cobijas, acomodó el motete al lado de Única y fue por algo
para desayunar, con lo que volvió más tarde para encontrar a su esposa
exactamente igual que como la había dejado. Pero él no había dejado de hablarle
en ningún momento...
-Ve
qué rico lo que te traje para el desayuno, Única, unos bollitos de pan del que
te gusta a vos, con jalea de guayaba...
Y le
untó el pan con jalea y se lo llevó a su boca, en pedacitos pequeños que ella
aceptaba maquinalmente.
Los
ahorros alcanzarían a lo sumo para una semana.
Ellos,
sentados de cara al mar pasaron el día y hacia la tarde comieron de nuevo pan
con mantequilla derretida del calor, que él también había comprado para la
sorpresa de la cena.
A la
mañana siguiente se repitió lo mismo, esta vez con carácter de ritual, pero de
vuelta, Momboñombo acertó a robarse una rosa de un jardín y después del
desayuno se la puso a Única en las manos, la llevó a la orilla del mar y le enseñó
a deshojarla para tirar los pétalos al agua... despacito, poco a poco, de uno
en uno, sin tirar el otro antes de que el anterior no hubiera desaparecido
entre las olas, hasta que sólo quedara el botón desnudo con el tallo que
también había que arrojar, y después, de vuelta al poyo a sentar a Única a
mirar al mar.
Agotadas
las arcas, Momboñombo, que para ese entonces ya era un buzo tan auténtico como
cualquier buzo, dejaba a Única mirando al mar y se iba a recoger cuanta cosa
reciclable hallara por la playa, en especial latas, porque había tantas que
bien se ganaba con ellas lo suficiente como para no dejar de comer y una vez al
día, después del desayuno, él llevaba a su mujer a deshojar la rosa robada a
las olas de la orilla y juntos veían cómo el mar se tragaba cada pétalo, cada
pétalo... cada pétalo.
La
experiencia acumulada llevó a Momboñombo a bucear también por las calles y por
el mercado, de donde conseguía no pocas cosas qué comer o reciclar que vendía
luego en un puestito que improvisaba con una de sus cobijas, sobre la cual se
sentaba con su trajecito gris y su sombrero de lona blanco mugre, a exhibir su
mercancía: recipientes plásticos que él lavaba y pulía con arena y agua de mar,
sandalias izquierdas que no coincidían con las derechas, vasos plásticos de las
ofertas de las compañías de gaseosas, trapos viejos, ropa vieja, infinidad de
chunches de los que botan los turistas...
La
playa estaba atiborrada de basura, pero sólo el ojo clínico de un buzo sabía
sacarle provecho al desperdicio, y día a día Momboñombo trabajaba duro para que
nada les faltara, especialmente a Única y, bajo ninguna circunstancia su rosa
robada, que ella deshojaba, como en un tributo al mar, que quizás le devolvería
a su alma su naturaleza de celofán y a sus ojos un atisbo de mirada.
Pero
cuánto tiempo tendría que pasar antes de que, a golpe de pétalos sobre las
olas, Única comenzara a intentar una sonrisa, o algo que se le pareciera y no
fuera más que el alegrón de burro que se llevaba Momboñombo cuando la veía y él
juraba haber visto una chispa de vida en el gesto que al cabo de un rato, se le
comenzaba a desdibujar, a írsele, como una ola de la playa de sus dientes
postizos.
San José, 10 de junio de 1993.