domingo, 19 de febrero de 2017

El carro de la rutina

El carro de la rutinaRima de Vallbona
There are things that happen between aman and a woman in the dark.
 Tennessee Williams
La puerta se cerró detrás de él. Ella, la novia recién casada; ella, la queayer mismo se prendía del azahar en el velo, vestía de blanco y conemoción decía sí, un sí lleno de júbilo y tan dilatado como el mundo;ella, se incorporó precipitadamente del lecho nupcial y se puso a hurgarcon desesperación el fondo de la memoria. Con horror comprobó quedurante la humilladora y dolorosa experiencia de la noche nupcial, sumemoria había dejado de ser memoria y había sufrido una degradantemetamorfosis: revuelto en el amasijo de sobras y despojos que él habíadejado después de hacer una carnicería con sus sentimientos, apenassi pudo distinguir el capullo de rosa que él puso en su cabello unalejana tarde de música y dulzores de amor. La poesía, que a la luz de unocaso enamorado tuvo forma de corazón, ahora, también irreconocible,era un amago de turbios presagios. También estaba ahí, entre tantodesecho, dando acordes distantes, la cajita de música que de novio él le
obsequió con “Polvo de estrellas”. Besos, caricias, paseos por los
senderillos del bosque, risotadas llenas de promesas, sueños para elfuturo, todo lo que la llevó a pronunciar aquel sí, el más importante desu vida, estaba en el fondo de su memoria-basurero donde la mismanoche de bodas, con arrogancias de macho satisfecho, él tiro sin reparoalguno los minuciosos jirones sangrantes de su yo.
Ante tanto estrago, azorada, al filo del terror y con náuseas que lesubían no del estómago, sino de los abismos más recónditos de su ser,seguía sacando y sacando despojos del fondo de la memoria. Condesaliento comprobó que hasta las promesas de paraíso-eternamente-mi-amor-vida-mía, se habían transformado en nudos de víboras.Cuando alcanzó el pozo de su virginidad desgarrada sin misericordia, alatardecer, llena de angustia, comprendió que había dado el pasodefinitivo e irreversible hacia el infierno.
Como escape, ya solo le quedaba el suicidio. Sin embargo, cuando alfinal de la jornada él entornó la llave de la puerta y hola, querida,¿cómo has pasado hoy?, le preguntó, ella buscó en lo más generoso ysacrificado de su ser sonrisa y dándole un beso en los labios, ¡demaravilla, mi amor, de maravilla!, le respondió.
Así, para siempre quedó uncida con intrepidez al carro rutinario yesclavista del matrimonio, como había visto a las demás mujeres, desdela abuela hasta la madre, pasando por hermanas y parientas y amigas yvecinas y desconocidas…, todas… las demás. ¡Igual que todas ellas!
 Houston, 8 de diciembre de 1998


domingo, 5 de febrero de 2017

Cuento Muerte constante más allá del amor

MUERTE CONSTANTE MÁS ALLÁ DEL AMOR
Gabriel García Márquez.  La increíble y triste historia de la cándida Eréndira
y su abuela desalmada. Colombia: Editorial La Oveja Negra Ltda, 1978.

Al senador Onésimo Sánchez le faltaban seis meses y once días para morirse cuando encontró a la mujer de su vida. La conoció en el Rosal del Virrey, un pueblecito ilusorio que de noche era una dársena furtiva para los buques de altura de los contrabandistas, y en cambio a pleno sol parecía el recodo más inútil del desierto, frente a un mar árido y sin rumbos, y tan apartado de todo que nadie hubiera sospechado que allí viviera alguien capaz de torcer el destino de nadie. Hasta su nombre parecía una burla, pues la única rosa que se vio en aquel pueblo la llevó el propio senador Onésimo Sánchez la misma tarde en que conoció a Laura Farina.
Fue una escala ineludible en la campaña electoral de cada cuatro años. Por la mañana habían llegado los furgones de la farándula. Después llegaron los camiones con los indios de alquiler que llevaban por los pueblos para completar las multitudes de los actos públicos. Poco antes de las once, con la música y los cohetes y los camperos de la comitiva, llegó el automóvil ministerial del color del refresco de fresa. El senador Onésimo Sánchez estaba plácido y sin tiempo dentro del coche refrigerado, pero tan pronto como abrió la puerta lo estremeció un aliento de fuego y su camisa de seda natural quedó empapada de una sopa lívida, y se sintió muchos años más viejo y más solo que nunca. En la vida real acababa de cumplir 42, se había graduado con honores de ingeniero metalúrgico en Gotinga, y era un lector perseverante aunque sin mucha fortuna de los clásicos latinos mal traducidos.  Estaba casado con una alemana radiante con quien tenía cinco hijos, y todos eran felices en su casa, y él había sido el más feliz de todos hasta que le anunciaron tres meses antes que estaría muerto para siempre en la próxima navidad.
Mientras se terminaban los preparativos de la manifestación pública, el senador logró quedarse solo una hora en la casa que le habían reservado para descansar. Antes de acostarse puso en el agua de bebeuna rosa natural que había conservado viva a través del desierto, almorzó con los cereales de régimen que llevaba consigo para eludir las repetidas fritangas de chivo que le esperaban en el resto del día, y se tomó varias píldoras analgésicas antes de la hora prevista, de modo que el alivio le llegara primero que el dolor. Luego puso el ventilador eléctrico muy cerca del chinchorro y se tendió desnudo durante quince minutos en la penumbra de la rosa, haciendo un grande esfuerzo de distracción mental para no pensar en la muerte mientras dormitaba. Aparte de los médicos, nadie sabía que estaba sentenciado a un términfijo, pues había decidido padecer a solas su secreto, sin ningún cambio de vida, y no por soberbia por pudor.
Se sentía con un dominio completo de su albedrío cuando volvió a aparecer en público a las tres de la tarde, reposado y limpio, con un pantalón de lino crudo y una camisa de flores pintadas, y con el alma entretenida por las píldoras para el dolor. Sin embargo, la erosión de la muerte era mucho más pérfida de lo que él suponía, pues al subir a la tribuna sintió un raro desprecio por quienes se disputaron la suerte de estrecharle la mano, y no se compadeció como en otros tiempos de las recuas de indios descalzos que apenas si podían resistir las brasas de caliches de la placita estéril. Acalló los aplausos con una orden de la mano, casi con rabia, y empezó a hablar sin gestos, con los ojos fijos en el mar que suspiraba de calor. Su voz pausada y honda tenía la calidad del agua en reposo, pero el discurso aprendido de memoria y tantas veces machacado no se le había ocurrido por decir la verdad sino por oposición a una sentencia fatalista del libro cuarto de los recuerdos de Marco Aurelio.
-Estamos aquí para derrotar la naturaleza -empezó, contra todas sus convicciones-. Ya no seremos más los expósitos de la patria, los huérfanos de Dios en el reino de la sed y la intemperie, los exilados en nuestra propia tierra. Seremos otros, señoras y señores, seremos grandes y felices.
Eran las fórmulas de su circo. Mientras hablaba, sus ayudantes echaban al aire puñados de pajaritas de papel, y los falsos animales cobraban vida, revoloteaban sobre la tribuna de tablas, y se iban por el mar. Al mismo tiempo, otros sacaban de los furgones unos árboles de teatro con hojas de fieltro y los sembraban a espaldas de la multitud en el suelo de salitre. Por último armaron una fachada de cartón con casas fingidas de ladrillos rojos y ventanas de vidrio, y taparon con ella los ranchos miserables de la vida real.
El senador prolongó el discurso, con dos citas en latín, para darle tiempo a la farsa. Prometió las máquinas de llover, los criaderos portátiles de animales de mesa, los aceites de la felicidad que harían crecer legumbres en el caliche y colgajos de trinitarias en las ventanas. Cuando vio que su mundo de ficción estaba terminado, lo señaló con el dedo.
-Así seremos, señoras y señores -gritó-. Miren. Así seremos.
El público se volvió. Un trasatlántico de papel pintado pasaba por detrás de las casas, y era más alto que las casas más altas de la ciudad de artificio. Solo el propio senador observó que a fuerza de ser armado y desarmado, y traído de un lugar para el otro, también el pueblo de cartón superpuesto estaba carcomido por la intemperie, y era casi tan pobre y polvoriento y triste como el Rosal del Virrey.
Nelson Farina no fue a saludar al senador por primera vez en doce años. Escuchó el discurso desde su hamaca, entre los retazos de la siesta, bajo la enramada fresca de una casa de tablas sin cepillar que se había construido con las mismas manos de boticario con que descuartizó a su primera mujer. Se había fugado del penal de Cayena y apareció en el Rosal del Virrey en un buque cargado de guacamayas inocentes, con una negra hermosa y blasfema que se encontró en Paramaribo, y con quien tuvo una hija. La mujer murió de muerte natural poco tiempo después, y no tuvo la suerte de la otra cuyos pedazos susten­taron su propio huerto de coliflores, sino que la enterraron entera y con su nombre de holandesa en el cementerio local. La hija había heredado su color y sus tamaños, y los ojos amarillos y atónitos del padre, y este tenía razones para suponer que estaba criando a la mujer más bella del mundo.
Desde que conoció al senador Onésimo Sánchez en la primera campaña electoral, Nelson Farina había suplicado su ayuda para obtener una falsa cédula de identidad que lo pusiera a salvo de la justicia. El senador, amable pero firme, se la había negado. Nelson Farina no se rindió durante varios años, y cada vez que encontró una ocasión reiteró la solicitud con un recurso distinto. Pero siempre recibió la misma respuesta. De modo que esta vez se quedó en el chinchorro, condenado a pudrirse vivo en aquella ardiente guarida de bucaneros. Cuando oyó los aplausos finales estiró la cabeza y por encima de las estacas del cercado vio el revés de la farsa: los puntales de los edificios, las armazones de los árboles, los ilusionistas escondidos que empujaban el trasatlántico. Escupió su rencor.
-Merde -dijo-, c'est le Blacaman de la politique.
Después del discurso, como de costumbre, el senador hizo una caminata por las calles del pueblo, entre la música y los cohetes, y asediado por la gente del pueblo que le contaba sus penas. El senador los escuchaba de buen talante, y siempre encontraba una forma de consolar a todos sin hacerles favores difíciles. Una mujer encaramada en el techo de una casa, entre sus seis hijos menores, consiguió hacerse oír por encima de la bulla y los truenos de pólvora.
-Yo no pido mucho, senador-dijo-, no más que un burro para traer agua desde el Pozo del Ahorcado.
El senador se fijó en los seis niños escuálidos.
-¿Qué se hizo tu marido? -preguntó.
-Se fue a buscar destino en la Isla de Aruba -contestó la mujer de buen humor-, y lo que se encontró fue una forastera de las que se ponen diamantes en los dientes.
La respuesta provocó un estruendo de carcajadas.
-Está bien -decidió el senador-, tendrás tu burro.
Poco después, un ayudante suyo llevó a casa de la mujer un burro de carga, en cuyos lomos habían escrito con pintura eterna una consigna electoral para que nadie olvidara que era un regalo del senador.
En el breve trayecto de la calle hizo otros gestos menores, y además le dio una cucharada a un enfermo que se había hecho sacar la cama a la puerta de la casa para verlo pasar. En la última esquina, por entre las estacas del patio, vio a Nelson Farina en el chinchorro y le pareció ceniciento y mustio, pero lo saludó sin afecto:
-Cómo está.
Nelson Farina se revolvió en el chinchorro y lo dejó ensopado en el ámbar triste de su mirada.
-Moi, vous savez -dijo.
Su hija salió al patio al oír el saludo. Llevaba una bata guajira ordinaria y gastada, y tenía la cabeza guarnecida de moños de colores y la cara pintada para el sol, pero aún en aquel estado de desidia era posible suponer que no había otra más bella en el mundo. El senador se quedó sin aliento.
-¡Carajo -suspiró asombrado-, las vainas, que se le ocurren a Dios!
Esa noche, Nelson Farina vistió a la hija con sus ropas mejores y se la mandó al senador. Dos guardias armados de rifles, que cabeceaban de calor en la casa prestada, le ordenaron esperar en la única silla del vestíbulo.
El senador estaba en la habitación contigua reunido con los principales del Rosal del Virrey, a quienes había convocado para cantarles las verdades que ocultaba en los discursos. Eran tan parecidos a los que asistían siempre en todos los pueblos del desierto que el propio senador sentía el hartazgo de la misma sesión todas las noches. Tenía la camisa ensopada en sudor y trataba de secársela sobre el cuerpo con la brisa caliente del ventilador eléctrico que zumbaba como un moscardón en el sopor del cuarto.
-Nosotros, por supuesto, no comemos pajaritos de papel -dijo-. Ustedes y yo sabemos que el día en que haya árboles y flores en este cagadero de chivos, el día en que haya sábalos en vez de gusarapos en los pozos, ese día ni ustedes ni yo tenemos nada que hacer aquí. ¿Voy bien?
Nadie contestó. Mientras hablaba, el senador había arrancado un cromo del calendario y había hecho con las manos una mariposa de papel. La puso en la corriente del ventilador, sin ningún propósito, y la mariposa revoloteó dentro del cuarto y salió después por la puerta entreabierta. El senador siguió hablando con un dominio sustentado en la complicidad de la muerte.
-Entonces -dijo- no tengo que repetirles lo que ya saben de sobra: que mi reelección es mejor negocio para ustedes que para mí, porque yo estoy hasta aquí de aguas podridas y sudor de indios, y en cambio ustedes viven de eso.
Laura Farina vio salir la mariposa de papel. Solo ella la vio, porque la guardia del vestíbulo se había dormido en los escaños con los fusiles abrazados. Al cabo de varias vueltas la enorme mariposa litografiada se desplegó por completo, se aplastó contra el muro, y se quedó pegada. Laura Farina trató de arrancarla con las uñas. Uno de los guardias, que despertó con los aplausos en la habitación contigua, advirtió su tentativa inútil.
-No se puede arrancar -dijo entre sueños-. Está pintada en la pared.
Laura Farina volvió a sentarse cuando empezaron a salir los hombres de la reunión. El senador permaneció en la puerta del cuarto, con la mano en el picaporte, y solo descubrió a Laura Farina cuando el vestíbulo quedó desocupado.
-¿Qué haces aquí?
-C'est de la part de mon pere -dijo ella.
El senador comprendió. Escudriñó a la guardia soñolienta, escudriñó luego a Laura Farina cuya belleza inverosímil era más imperiosa que su dolor, y entonces resolvió que la muerte decidiera por él.
-Entra -le dijo.
Laura Farina se quedó maravillada en la puerta de la habitación: miles de billetes de Banco flotaban en el aire, aleteando como la mariposa. Pero el senador apagó el ventilador, y los billetes se quedaron sin aire, y se posaron sobre las cosas del cuarto.
-Ya ves -sonrió-, hasta la mierda vuela.
Laura Farina se sentó como en un taburete de escolar. Tenía la piel lisa y tersa, con el mismo color y la misma densidad solar del petróleo crudo, y sus cabellos eran de crines de potranca y sus ojos inmensos eran más claros que la luz. El senador siguió el hilo de su mirada y encontró al final la rosa percudida por el salitre.
-Es una rosa -dijo.
-Sí -dijo ella con un rastro de perplejidad-, las conocí en Riohacha.
El senador se sentó en un catre de campaña, hablando de las rosas, mientras se desabotonaba la camisa. Sobre el costado, donde él suponía que estaba el corazón dentro del pecho, tenía el tatuaje corsario de un corazón flechado. Tiró en el suelo la camisa mojada y le pidió a Laura Farina que lo ayudara a quitarse las botas.
Ella se arrodilló frente al catre. El senador la siguió escrutando, pensativo, y mientras le zafaba los cordones se preguntó de cuál de los dos sería la mala suerte de aquel encuentro.
-Eres una criatura -dijo.
-No crea -dijo ella-. Voy a cumplir 19 en abril.
El senador se interesó.
-Qué día.
-El once -dijo ella.
El senador se sintió mejor. "Somos Aries", dijo. Y agregó sonriendo.
-Es el signo de la soledad.
Laura Farina no le puso atención pues no sabía qué hacer con las botas. El senador, por su parte, no sabía qué hacer con Laura Farina, porque no estaba acostumbrado a los amores imprevistos, y además era consciente de que aquel tenía origen en la indignidad. Solo por ganar tiempo para pensar aprisionó a Laura Farina con las rodillas, la abrazó por la cintura y se tendió de espaldas en el catre. Entonces comprendió que ella estaba desnuda debajo del vestido, porque el cuerpo exhaló una fragancia oscura de animal de monte, pero tenía el corazón asustado y la piel aturdida por un sudor glacial.
-Nadie nos quiere -suspiró él.
Laura Farina quiso decir algo, pero el aire solo le alcanzaba para respirar. La acostó a su lado para ayudarla, apagó la luz, y el aposento quedó en la penumbra de la rosa. Ella se abandonó a la misericordia de su destino. El senador la acarició despacio, la buscó con la mano sin tocarla apenas, pero donde esperaba encontrarla tropezó con un estorbo de hierro.
-¿Qué tienes ahí?
-Un candado -dijo ella.
-¡Qué disparate! -dijo el senador, furioso, y preguntó lo que sabía de sobra-: ¿Dónde está la llave?
Laura Farina respiró aliviada.
-La tiene mi papá -contestó-. Me dijo que le dijera a usted que la mande a buscar con un propio y que le mande con él un compromiso escrito de que le va a arreglar su situación.
El senador se puso tenso. "Cabrón franchute", murmuró indignado. Luego cerró los ojos para relajarse, y se encontró consigo mismo en la oscuridad. Recuerda -recordó- que seas tú o sea otro cualquiera, estaréis muertos dentro de un tiempo muy breve, y que poco después no quedará de vosotros ni siquiera el nombre. Esperó a que pasara el escalofrío.
-Dime una cosa-preguntó entonces-: ¿Qué has oído decir de mí?
-¿La verdad de verdad?
-La verdad de verdad.
-Bueno -se atrevió Laura Farina-, dicen que usted es peor que los otros, porque es distinto.
El senador no se alteró. Hizo un silencio largo, con los ojos cerrados, y cuando volvió a abrirlos parecía de regreso de sus instintos más recónditos.
-Qué carajo -decidió-, dile al cabrón de tu padre que le voy a arreglar su asunto.
-Si quiere yo misma voy por la llave -dijo Laura Farina.
El senador la retuvo.
-Olvídate de la llave -dijo- y duérmete un rato conmigo. Es bueno estar con alguien cuando uno está solo.
Entonces ella lo acostó en su hombro con los ojos fijos en la rosa. El senador la abrazó por la cintura, escondió la cara en su axila de animal de monte y sucumbió al terror. Seis meses y once días después había de morir en esa misma posición, pervertido y repudiado por el escándalo público de Laura Farina, y llorando de la rabia de morirse sin ella.



Cuento La sequía

LA SEQUÍA
Carlos Salazar Herrera.  Cuentos de angustias y paisajes.
San José: Editorial Fernández Arce Ltda, 1968

Muy parecido estaba a uno de esos "tocadores de ocarina" que esculpieron sus antepasados.
Sin moverse, pasmado, horas y horas en cuclillas.
Piedra con musgo era así su cara, al reflejo de las matas que todavía podían ser verdes.
Al reflejo de las matas junto a la entrada, afuera, estuvo siempre el indio echando raíces... y el corazón.
A fuerza de estar ahí, el indio había cogido el color del rancho.

El rancho, en el vientre de la montaña seca por la sequía, fue volviéndose sonoro.
Rancho horquetado, amarras de bejuco, hojas de plátano, corteza de palmito... y tierra.

Adentro, estaba la india compañera.
Charco de agua clara de esos que repiten a la luna, era por dentro la india. ¡Cosas de la montaña!
No llovía.
Se cansaron los yigüirros de pedir agua.
Cayeron las hojas de los árboles grandes.
La tierra y el sol se bebieron el río.
Hojas, hojas, hojas.  Amarillas las hojas que no pudieron sostenerse más. Hojas secas en todos los rincones de la selva. Secos los bañaderos de los chanchos y el sexo de las flores. Sin agua los bejucos de agua y la cortadura de los arroyos. Secas las narices de los animales... Un corazón y secándose otro.

La india fue saliendo del rancho a pasos torpes. Se detuvo. Miró al indio. Miró al rancho. Miró la picada. Miró otra vez al indio, al indio su hombre. Se acercó a él hasta tocarlo. Esperó. Esperó, pero el indio no abría la boca, no la miraba, no se movía.
La india se dio a caminar huyendo despacio, muy despacio.
Allí quedóse el indio. La cabeza incrustada en las manos. Los codos amarrados sobre las rodillas. Los pies con raíces en la tierra.
El silencio abríase, alargándose en el rancho que se fue pareciendo a rancho en donde no vive nadie.

Ella se lo había dicho. Le había anunciado que se iba para siempre, porque ya no podía más. Porque él no la miraba, porque no le hablaba, porque no la quería. Porque aquel .silencio le estaba doliendo como una úlcera.
Él quiso decirle algo, pero como jamás le dijo nada, esa vez tampoco.
El indio no sabía decir, no le salía, no estaba en él.
Y la india quería un poco de palabras para asustar el silencio. Un poco de ternura para acortar las horas. Alguna vez una sonrisa para dar color al rancho. Quizás una caricia... pero... era mucho pedir.
El indio y la india no se podían encontrar donde se hacen uno solo los caminos.

Tiempo atrás, cierta vez, yendo la india por el interior de la selva, halló a mirar a un manigordo con su hembra. El macho lamía la piel de su compañera, se restregaba contra ella, daba saltos, la miraba; acercábasele, estilizando ondulaciones con su lomo moteado a trechos. La hembra contestaba agradecida con igual ternura; en las pupilas se veía. Después..., después se echaron juntos y todavía se prodigaban.
La india vio que el indio no era así.

Huía la mujer, lento el paso. En las hojas arrugadas se le hundían los pies hasta los tobillos, y en el pecho una congoja le subía hasta los ojos.
No quiso ni pudo dejar al indio cuando vio a los manigordos, pero ahora sí. ¡Ahora que estaba para tener un hijo!... Ahora sí abrazó la huida con todo su cuerpo y con toda su alma.
Huía, con un miedo espantoso de que aquel hombre fuera a aplastarle a su indiecito con una mirada indiferente.
No quería tampoco a su hijo para ella sola. Quería compartirlo, pero por partes iguales. Quería dividirlo en dos cariños para que tocase media tristeza y media alegría a cada uno.
¡Era demasiado para ella sola!
¡Dios mío! ¡Se han secado todos los ríos!

Para que el indio no fuera a aplastar al indiecito con una mirada indiferente... Por eso, no se lo había dicho. Él, su hombre, no sabía que iba a tener un hijo. Se quedaría por siempre sin saberlo. El embarazo estaba a la vista. El podría haberlo adivinado si se hubiese puesto a mirarla... Pero el indio no la miraba.

La vereda se extendía reverberando calor. ¡Largo y sombrío camino como la vida!

“¿Y si lo supiera? -pensó la india, iluminada la cara con lumbre de ella misma-, ¿tal vez si lo supiera? -Y detuvo la huida-. ¡Tal vez lo está esperando!"
Y empezó a caminar, ahora con dirección al rancho.
Caminó ligero... más ligero. Corría. Lo desanduvo todo. Quebró las hojas arrugadas, que sonaron como campanas pequeñísimas... o latidos.
¡Qué corto y qué largo es el camino!
De allá lejos cogió la casa con los ojos. Afuera estaba el indio, como lo había dejado. Seguía parecido a los tocadores de ocarina en piedra.
Piedra con musgo. En cuclillas. Color de rancho. Junto a la entrada, afuera. Echando raíces. Mudo, y el corazón...

Llegó la india con miedo. Como una de esas perras sin dueño que van a robarse una tajada de carne. Tuvo miedo.
Y el indio sin moverse.
La mujer tragó un puñado de valor y se lo contó todo. Se lo dijo en una sola frase, y esperó el efecto.
Fue un instante demasiado largo. ¡Cómo dura el silencio!...

El indio experimentó una alegría millonaria de gozo. Toda la vida la había esperado.
Quiso abrazar a su india con su indiecito adentro. Quiso decir lo que no podía decir. Quiso reír, gritar... No pudo.
Quiso abrirse con las manos el pecho, para que ella pudiera verlo por dentro. Quiso darle las gracias... Pero nada dijo.
Quedó inmóvil, con la cabeza metida entre las manos.
El indio no podía hablar. No estaba en él. Era cerrado, con una. gran sequía adentro,  Así lo había parido su madre.

La india tornó a huir, montaña adentro.
El indio todavía quiso llamarla, pero la voz no le salía; levantarse, pero tenía los pies con raíces.
Quedó sentado en cuclillas, como los tocadores de ocarina.
Intentó mirarla, pero vio turbio.
“¿también me estaré haciendo ciego?”
Se restregó los ojos.  Estaba sudando.
Luego comenzó a empañarse nuevamente la figura de la india huyendo del silencio.
Aquello no era sudor...
¡Le salía de los ojos!


Cuento La ventana

LA VENTANA
Carlos Salazar Herrera.  Cuentos de angustias y paisajes.
San José: Editorial Fernández Arce Ltda, 1968

El dijo, en una carta, que aquella noche regresaría... y aquella noche, ella estaba esperándolo.
Sentada en una banca de la salita, de rato en rato, desde la ventana, hacía subir una mirada por la cuesta... hasta la Osa Mayor.
Las casas, enfrente, blanqueadas con cal de luna, estaban arrugadas de puro viejas.
A veces, las luciérnagas trazaban líneas con tinta luminosa.
El viento venía sobre los potreros cortando aromas de santalucías, y entraba fragante por la ventana... igual que el gato de la casa.
Del filtro de piedra caían las gotas en una tinaja acústica. Caía una gota y salía una nota... caía una gota y salía una nota...
Sobre los tinamastes del fogón, el agua del caldero cantaba como nunca.
Un San Antonio guatemalteco, se había puesto negro de tanto tragar humo de culitos de candela.
La llama sobre el pabilo daba saltos sin caerse. Era un duendecillo de fuego... Pero al fin, un gatazo de viento se metió por la ventana... y lo botó.
La mujer se .fue para la cocina, le robó al fogón un duende y, protegiéndolo con una mano, volvió a la sala.
En aquel momento, entró él.
El nuevo duendecillo proyectó en la pared un abrazo inmenso.
-¿Qué querés? ... -dijo ella cuando pudo hablar.
-Dame un vaso de agua de la tinaja.
Hacía… ¡siete años! que tenía ganas de beber un vaso de agua fresca y pura de aquella resonante tinaja, porque allá… donde él había estado tanto tiempo, el agua era tibia y salobre.
Después… se puso a acariciar con sus miradas la salita de su casa.  ¡Su casa!... ¡Su hogar!...
Entonces notó que su mujer le había hecho quitar los barrotes de hierro a la ventana…

Y con una mirada, destilando gratitud, le dio las gracias.

Cuento El infierno

EL INFIERNO
Rima de Valbona.Los infiernos de la mujer y algo más… Madrid:  Ediciones Torremozas, 1992.
A Eva, mi hija del alma.
       El diablo es aquel que le niega al mundo toda significación racional.
       La dominación del mundo, como se sabe, es compartida por ángeles y diablos. Sin embargo, el bien del mundo no requiere que los ángeles lleven ventaja sobre los diablos (como creía yo de niño), sino que los poderes de ambos estén más o menos equilibrados. Si hay en el mundo demasiado sentido indiscutible (el gobierno de los ángeles), el hombre sucumbe bajo su peso. Si el mundo pierde completamente su sentido (el gobierno de los diablos), tampoco se puede vivir en él.
Milan Kundera

Se cansó de la rutina.  Quedó agotada de repetir día tras día el mismo gesto desde la mañana a la noche.  Estaba hastiada de que, desde tiempos perdidos en la remota distancia de la niñez, su yo se multiplicará sin piedad en todos los reflejos.  Se hartó de la monotonía recargada de las tensiones inútiles del diario vivir.
No pudiendo soportar tanto fastidio, con un solo y potente golpe de su ser rompió la tersura de la rutina, la cual estalló en un caos incontenible de triturados cristales.
Entonces todo su ser se le volvió cielo: la voz se llenó de mariposas, pájaros, estrellas, peces, niños, auroras, risas.
Su paso, ya incierto de tanta vejez que cargaba, se dirigió certero, sin tambaleos, por los caminos de la libertad y tomó la vereda de las escalas musicales hasta alcanzar la perfección de la danza.
Su oído, que hacía tiempo habitaba los dominios del silencio, irrumpió en un reino de trinos, violines, sollozos, algazaras, gritos, coros, sinfonías.
A su semblante, cruzado por un nudo de arrugas y grietas, la magia de los reflejos le prestó la pureza, tersura y alegría de las adolescentes.
Entonces, despreocupada, dio su amor y sus primeros besos a un guapo marino, quien los sepultó en medio del mar. En seguida, su amor y sus besos los fue dando a uno, a otro, a otros más y a cambio, ellos le devolvieron lágrimas y desilusiones; desilusiones y lágrimas.
Después, al cabo de los años, se fue a los bares para salir del brazo de un hombre, de otro, de otros más. Después los esperó en las calles sórdidas. Así, pasó una montaña de hombres por su lecho y el amor que ella soñó desde la desierta vejez solterona, se transformó en puñados de billetes prostituidos, los cuales nunca lograban superar el abismo de sus soledades.
Entonces, llena de asco, cerró los ojos con violencia, deseando vehementemente retroceder por los caminos de la libertad para dirigirse hacia la rutina monótona de la vejez de donde había partido esa mañana. Quería reconstruir la rutina ligando el caos de los triturados cristales que ella misma dispersó horas antes.
Deseaba quedarse mansa y pasiva en el aquí y el ahora de su vejez que se precipitaba hacia la muerte poblada de soledades y desamor...
Todo su esfuerzo fue vano: el sueño donde había penetrado por los caminos de la libertad cerró las rejas y la dejó aprisionada para siempre en el allá y el antes habiendo sido cielo por unos momentos, se le volvieron un infierno...
Houston, 3 de diciembre de 1988

viernes, 3 de febrero de 2017

Bienvenida

Hola queridos estudiantes de noveno año. Espero que este curso lectivo 2017 sea de provecho y éxito para todos.  
Este espacio digital nos servirá para compartir textos literarios , lecturas, imágenes , videos , prácticas o recordar fechas de exámenes , extraclases u otras actividades importantes. El fin principal es apoyar lo visto en clase y así lograr excelentes resultados en la materia.
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