domingo, 5 de febrero de 2017

Cuento La sequía

LA SEQUÍA
Carlos Salazar Herrera.  Cuentos de angustias y paisajes.
San José: Editorial Fernández Arce Ltda, 1968

Muy parecido estaba a uno de esos "tocadores de ocarina" que esculpieron sus antepasados.
Sin moverse, pasmado, horas y horas en cuclillas.
Piedra con musgo era así su cara, al reflejo de las matas que todavía podían ser verdes.
Al reflejo de las matas junto a la entrada, afuera, estuvo siempre el indio echando raíces... y el corazón.
A fuerza de estar ahí, el indio había cogido el color del rancho.

El rancho, en el vientre de la montaña seca por la sequía, fue volviéndose sonoro.
Rancho horquetado, amarras de bejuco, hojas de plátano, corteza de palmito... y tierra.

Adentro, estaba la india compañera.
Charco de agua clara de esos que repiten a la luna, era por dentro la india. ¡Cosas de la montaña!
No llovía.
Se cansaron los yigüirros de pedir agua.
Cayeron las hojas de los árboles grandes.
La tierra y el sol se bebieron el río.
Hojas, hojas, hojas.  Amarillas las hojas que no pudieron sostenerse más. Hojas secas en todos los rincones de la selva. Secos los bañaderos de los chanchos y el sexo de las flores. Sin agua los bejucos de agua y la cortadura de los arroyos. Secas las narices de los animales... Un corazón y secándose otro.

La india fue saliendo del rancho a pasos torpes. Se detuvo. Miró al indio. Miró al rancho. Miró la picada. Miró otra vez al indio, al indio su hombre. Se acercó a él hasta tocarlo. Esperó. Esperó, pero el indio no abría la boca, no la miraba, no se movía.
La india se dio a caminar huyendo despacio, muy despacio.
Allí quedóse el indio. La cabeza incrustada en las manos. Los codos amarrados sobre las rodillas. Los pies con raíces en la tierra.
El silencio abríase, alargándose en el rancho que se fue pareciendo a rancho en donde no vive nadie.

Ella se lo había dicho. Le había anunciado que se iba para siempre, porque ya no podía más. Porque él no la miraba, porque no le hablaba, porque no la quería. Porque aquel .silencio le estaba doliendo como una úlcera.
Él quiso decirle algo, pero como jamás le dijo nada, esa vez tampoco.
El indio no sabía decir, no le salía, no estaba en él.
Y la india quería un poco de palabras para asustar el silencio. Un poco de ternura para acortar las horas. Alguna vez una sonrisa para dar color al rancho. Quizás una caricia... pero... era mucho pedir.
El indio y la india no se podían encontrar donde se hacen uno solo los caminos.

Tiempo atrás, cierta vez, yendo la india por el interior de la selva, halló a mirar a un manigordo con su hembra. El macho lamía la piel de su compañera, se restregaba contra ella, daba saltos, la miraba; acercábasele, estilizando ondulaciones con su lomo moteado a trechos. La hembra contestaba agradecida con igual ternura; en las pupilas se veía. Después..., después se echaron juntos y todavía se prodigaban.
La india vio que el indio no era así.

Huía la mujer, lento el paso. En las hojas arrugadas se le hundían los pies hasta los tobillos, y en el pecho una congoja le subía hasta los ojos.
No quiso ni pudo dejar al indio cuando vio a los manigordos, pero ahora sí. ¡Ahora que estaba para tener un hijo!... Ahora sí abrazó la huida con todo su cuerpo y con toda su alma.
Huía, con un miedo espantoso de que aquel hombre fuera a aplastarle a su indiecito con una mirada indiferente.
No quería tampoco a su hijo para ella sola. Quería compartirlo, pero por partes iguales. Quería dividirlo en dos cariños para que tocase media tristeza y media alegría a cada uno.
¡Era demasiado para ella sola!
¡Dios mío! ¡Se han secado todos los ríos!

Para que el indio no fuera a aplastar al indiecito con una mirada indiferente... Por eso, no se lo había dicho. Él, su hombre, no sabía que iba a tener un hijo. Se quedaría por siempre sin saberlo. El embarazo estaba a la vista. El podría haberlo adivinado si se hubiese puesto a mirarla... Pero el indio no la miraba.

La vereda se extendía reverberando calor. ¡Largo y sombrío camino como la vida!

“¿Y si lo supiera? -pensó la india, iluminada la cara con lumbre de ella misma-, ¿tal vez si lo supiera? -Y detuvo la huida-. ¡Tal vez lo está esperando!"
Y empezó a caminar, ahora con dirección al rancho.
Caminó ligero... más ligero. Corría. Lo desanduvo todo. Quebró las hojas arrugadas, que sonaron como campanas pequeñísimas... o latidos.
¡Qué corto y qué largo es el camino!
De allá lejos cogió la casa con los ojos. Afuera estaba el indio, como lo había dejado. Seguía parecido a los tocadores de ocarina en piedra.
Piedra con musgo. En cuclillas. Color de rancho. Junto a la entrada, afuera. Echando raíces. Mudo, y el corazón...

Llegó la india con miedo. Como una de esas perras sin dueño que van a robarse una tajada de carne. Tuvo miedo.
Y el indio sin moverse.
La mujer tragó un puñado de valor y se lo contó todo. Se lo dijo en una sola frase, y esperó el efecto.
Fue un instante demasiado largo. ¡Cómo dura el silencio!...

El indio experimentó una alegría millonaria de gozo. Toda la vida la había esperado.
Quiso abrazar a su india con su indiecito adentro. Quiso decir lo que no podía decir. Quiso reír, gritar... No pudo.
Quiso abrirse con las manos el pecho, para que ella pudiera verlo por dentro. Quiso darle las gracias... Pero nada dijo.
Quedó inmóvil, con la cabeza metida entre las manos.
El indio no podía hablar. No estaba en él. Era cerrado, con una. gran sequía adentro,  Así lo había parido su madre.

La india tornó a huir, montaña adentro.
El indio todavía quiso llamarla, pero la voz no le salía; levantarse, pero tenía los pies con raíces.
Quedó sentado en cuclillas, como los tocadores de ocarina.
Intentó mirarla, pero vio turbio.
“¿también me estaré haciendo ciego?”
Se restregó los ojos.  Estaba sudando.
Luego comenzó a empañarse nuevamente la figura de la india huyendo del silencio.
Aquello no era sudor...
¡Le salía de los ojos!


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